¿El último bastión?


La falta de institucionalidad nos mantiene como una isla gris en un creciente mar multicolor. 


Crecí con la percepción de que Chile era el país más conservador de América del Sur. Ello se fundamentaba en que por allá se demoraron mucho, muchísimo, en aprobar una ley de divorcio. Imagínense, recién desde mayo de 2004 el país vecino cuenta con dicha norma. En los últimos años, sin embargo, Chile me demostró lo equivocado que estaba. O tal vez si eran los más conservadores, pero en poco tiempo decidieron apretar el acelerador. Sea cual fuere el caso, en los últimos años el país más largo del mundo ha aprobado leyes muy progresistas: la del aborto por tres causales, la de identidad de género para personas trans, la de unión civil y, desde la semana pasada, la de matrimonio igualitario.

Mientras tanto, Perú se mantiene como una isla gris en medio de un creciente mar multicolor en la región.  

Y creo que este asunto es relevante más allá del caso concreto. Es decir, más allá de la importancia que tiene el matrimonio igualitario para las parejas del mismo sexo y para quienes creen en la igualdad y la libertad. Creo que el avance (o no) del reconocimiento de este derecho en la región sudamericana nos da un indicador concreto para medir la institucionalidad de los países que la integran. Y Perú no sale muy bien parado.

En América del Sur los países que tienen matrimonio igualitario son Argentina, Uruguay, Ecuador, Brasil, Colombia, y ahora Chile. De esta lista, tres lograron estos avances a través de sus congresos (Argentina, Uruguay y Chile) y tres a través de su sistema de justicia (Ecuador, Brasil y Colombia). Si ampliamos un poco el mapa hacia Centroamérica, también podríamos incluir a Costa Rica en la lista de países con reconocimiento judicial de este tipo de uniones.

Los países que lograron la aprobación a través de sus congresos tienen instituciones políticas más fuertes que el Perú. Es decir, tienen partidos políticos en el parlamento que, con sus limitaciones, tienen mayor cohesión, vocación de permanencia y capacidad para canalizar demandas de movimientos sociales, como los de la comunidad LGBT +. En Perú, los partidos políticos se parecen más a movimientos electorales en torno a un caudillo; además de tener una organización precaria a nivel de ideas y propuestas, su vocación es intentar ganarse el mayor apoyo posible para llegar al poder, por lo que suelen evitar agendas que puedan resultar muy controvertidas o impopulares. Es decir, un permanente concurso de popularidad para alcanzar y mantenerse en el poder, dejando de lado las ideologías y los programas.

Los países que lograron el reconocimiento a través del Poder Judicial lo hicieron gracias a las sentencias de sus máximas autoridades constitucionales, basadas en el derecho y en los compromisos internacionales, sin que las encuestas o las posiciones políticas en el país influencien la decisión jurídica. En el Perú, mientras tanto, existe mucha controversia sobre la influencia política en el nombramiento de los magistrados de dicha instancia, ya que se acaba dando prioridad a las afinidades políticas e ideológicas antes que a los criterios de idoneidad. Esto quedó clarísimo en el fallido intento del Congreso pasado (2020-2021) por nombrar a nuevos magistrados del Tribunal Constitucional. Durante las entrevistas a los candidatos, los congresistas preguntaron específicamente sobre casos como el del matrimonio igualitario o el del aborto, pidiendo que quienes aspiraban al Tribunal adelantasen opinión para ver si coincidía con su posición conservadora.

Por supuesto, hay otros elementos a considerar. El nivel de fuerza del movimiento social, el conservadurismo en el país, la influencia de las iglesias como agentes políticos, etc. Sin embargo, encuentro como elemento común en los países que logran avanzar en esta agenda una institucionalidad —ya sea política o jurisdiccional—  que supera cualquier elemento de resistencia al cambio. Así, no es casualidad que otro país que nos acompañe en la ausencia de reconocimientos de derechos LGBT+ sea Venezuela, cuya institucionalidad desapareció en manos de la dictadura chavista hace varios años. 

Cuando hablamos de institucionalidad, la abstracción del término puede hacer que muchos lo consideren como algo en exceso académico, sin implicancias prácticas. Pero este es un ejemplo muy concreto de lo que la falta de institucionalidad puede significar en la vida de miles de parejas del mismo sexo. Sin institucionalidad, el Estado no garantiza una de sus principales funciones: reconocer los derechos de todos sus ciudadanos sin discriminación.

Es de buenos vecinos celebrar como propios los avances sociales que alcanzan los

 países de nuestra región. Y es de buenos ciudadanos reclamar aquí por el fortalecimiento de la institucionalidad que asegure que esos avances también ocurran en nuestro país.

1 comentario

  1. Creo que la verdad, como reflejo de la realidad, no equivale a la opinión mayoritaria (En cierto momento el consenso fue que la tierra era plana).
    También creo, que ha existido un gran maltrato a quienes mostraban preferencias sexuales distintas a las de la mayoría.
    Sin embargo, cuando escuché qué Alberto Belaunde opinaba qué “es necesario de-construir a la familia tradicional”, no me quedó ninguna duda que está bastante lejano a la realidad, y en consecuencia a la verdad.
    También creo que está equivocado cuando considera que lo “tradicional”, es sinónimo de “equivocado”. Lo mismo, respecto a que “conservador”, equivale a “negacionista”. Creo que es una muestra de la poca profundidad conceptual de muchos políticos, cuya popularidad se basa más en su buena capacidad comunicación.

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