El sonido del silencio


Reflexiones sobre una estruendosa ausencia en nuestras vidas


Me uní a la cooperativa de Jugo de Caigua en febrero de 2021. A las pocas semanas, en una de nuestras reuniones editoriales de los sábados, decidimos adoptar una innovación interesante: ya no solo publicaríamos nuestros artículos en formato de texto, sino también en audio, tipo pódcast. Para ello, la versión final de cada texto debía ser grabado por su respectivo autor para que nuestro querido amigo y productor general, Timmy Icochea, hiciera la magia de la edición y publicación, permitiendo que cada mañana, además de en nuestra web, usted nos pueda seguir también en plataformas como Spotify y Apple Podcast.

¿Y a qué viene este recuerdo? Pues que a raíz de él  empecé a notar el fenómeno del que quiero hablar hoy: que nos hemos acostumbrado a vivir sin silencio.

Nunca había notado lo bulliciosa que era mi esquina miraflorina hasta que me tocó empezar a grabar estos audios que requerían un completo silencio en el fondo. Ladridos de perros, camiones que retroceden al ritmo de la lambada, carros acelerando, otros frenando, bocinazos preventivos y reactivos, alarmas que dejaron de alarmar, alegres cornetas de heladeros. Los únicos que no participan en este festival de ruidos son mis nobles vecinos, los gallinazos, a quienes homenajeé en un artículo anterior

Había horas del día donde era imposible poder grabar con éxito. El peor momento, sin duda, es entre las 6 de la tarde y las 7 de la noche, cuando miles de personas escapan desesperadas de sus mundos laborales, con la esperanza de vivir un poco antes de irse a dormir. 

Lo más curioso es que, hasta entonces, esos ruidos no me habían molestado. Incluso si antes de ello me hubieran preguntado cuán ruidosa era mi esquina, habría dicho que era apacible como el Miraflores de un relato de Vargas Llosa. Año y medio después de empezar a grabar los audios, sigo viviendo feliz en la misma esquina, pero con unas modernas lunas antirruido a mi alrededor.

Estas grabaciones me han hecho descubrir otros espacios donde resulta un esfuerzo inútil esperar el silencio apropiado. Los peores lugares son los aeropuertos, con sus anuncios de vuelos, perifoneo a pasajeros tardones, tiendas compitiendo a ver quién pone la música más alta. Ni siquiera los baños de los aeropuertos son lugares silenciosos (créame, porque he intentado grabar en uno). Cuando en lugar de mi voz escuche la de Timmy leyendo mi artículo es que he fracasado en mi esfuerzo permanente por encontrar un mínimo de silencio para esta tarea de locución. 

Y esto no solo está relacionado con esta actividad editorial en particular. Piense usted en su vida cotidiana y verá que el silencio casi no lo acompaña. Los taxis tienen por default la radio prendida, camuflando sin éxito ese bocinazo permanente que es el tráfico en nuestra ciudad. Los cafés y restaurantes sientan en su mesa a los más diversos géneros musicales, y los televisores sin mute son los más fieles parroquianos en las barras de los bares. Los pasajeros de aviones o buses interprovinciales, sin importar la edad, siempre dejan los audífonos del celular en casa, al igual que quienes formar largas colas frente a las burocracias, obligándonos a escuchar cómo juegan en línea o disfrutan videos del recuerdo en YouTube. Y lo único puntual en nuestra ciudad es el inicio cada mañana del ruido de una construcción cercana (porque siempre hay una construcción cercana).

Se puede argumentar que varios de estos ejemplos corresponden a los rumores cotidianos y esperables en cualquier urbe, y estaría de acuerdo si los viese por separado, pero unidos son piezas de un mosaico con una imagen clara: los habitantes de Lima quieren acabar con cualquier posibilidad de silencio. Al igual que el tráfico, la bulla es también un indicador de lo difícil que nos resulta convivir entre nosotros. Los demás parecieran no existir, solo importa uno mismo y sus necesidades inmediatas.

Más allá de las posibles manías que estoy reflejando con estas generalizaciones, creo que hablar sobre esto es relevante porque la falta de silencio tiene consecuencias directas para nuestro desarrollo. Está documentado lo importante que resulta el silencio para nuestro bienestar: estimula nuestra creatividad, mejora nuestra concentración, ayuda a la introspección, facilita que nos relajemos. En palabras de la Organización Mundial de la Salud: “El ruido es una amenaza infravalorada que puede causar una serie de problemas de salud a corto y largo plazo, como, por ejemplo, trastornos del sueño, efectos cardiovasculares, menor rendimiento laboral y escolar, deficiencias auditivas, etc”.

Un informe reciente del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, nos da un poco de marco conceptual: cuando los sonidos no son deseados, se convierten en ruido; si el ruido es muy alto y persistente, se convierte en contaminación sonora. El informe identifica al ruido y la contaminación sonora como grandes problemas ambientales, siendo una de las amenazas ambientales más grandes a la salud de las personas. El mismo informe señala: “Los efectos adversos del ruido en la salud pública son múltiples y constituyen una creciente preocupación mundial. Abarcan un amplio espectro de resultados que van desde el malestar leve y temporal hasta el deterioro físico grave y crónico”.

Hay decisiones de política pública que pueden ayudar a enfrentar este problema: el impulso de la reforma del transporte público para disminuir el tráfico en la ciudad, una mayor cantidad de áreas verdes y árboles para absorber la bulla, entre otras medidas positivas y urgentes. Pero también hay que enfatizar la relevancia de las conductas individuales y colectivas, que solo cambiarán cuando seamos más conscientes y sensibles a los retos de la convivencia común. 

La urbanidad —hermosa palabra que significa cortesanía, comedimiento, atención y buen modo— es necesaria (a gritos) en nuestra urbe.


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