Una estatua y otras movidas nos recuerdan el movimiento pendular de la historia
Escribo este artículo un 18 de enero, día en que la ciudad de Lima conmemora sus 490 años de fundación española, y en circunstancias en que su actual alcalde ha decidido arrancar del suelo la vieja estatua ecuestre del fundador y conquistador Francisco Pizarro para volverla a emplazar en un lugar prominente de la plaza de donde hace poco más de veinte años la removió Luis Castañeda Lossio, a quien el burgomaestre Rafael López Aliaga dice admirar más que a ninguno. Así, la historia de esta estatua paseandera ilustra de manera muy clara cómo las ideas se mueven de manera pendular de época en época.
Como ya lo anotó Paulo Drinot en su ensayo de 2004 sobre Historiografía peruana —traducido por Victor Arrambide en 2007— la historia de esta estatua comenzó en el atrio de la Catedral, donde se instaló para conmemorar los 400 años de la fundación española de Lima en 1935. Unos veinte años más tarde, el flamante arzobispo Juan Landázuri Ricketts manifestó su incomodidad ante la presencia de la estatua ecuestre del conquistador en la puerta del templo que resguarda sus restos. Fue así que en 1952 se acordó su paso a una esquina de Palacio de Gobierno, en el cruce de Conde de Superunda y el Jirón de la Unión.
Allí se mantuvo inpertubable por más de cuarenta años, hasta que a fines de los años noventa se empezó a discutir durante la administración edil de Alberto Andrade sobre la posibilidad de moverla nuevamente. No fue hasta unos años más tarde en que efectivamente fue reubicada por Castañeda Lossio en el Parque de la Muralla, al lado del río Rímac, donde permaneció por más de veinte años. Hoy vuelve a la plaza principal en el llamado pasaje Santa Rosa, donde también se erige una piedra que recuerda al cacique Taulichusco, quien se supone fue el gobernante que antecedió a los españoles a orillas del rio Rímac. La piedra conmemorativa fue colocada allí por Alfonso Barrantes, el primer alcalde socialista elegido en una ciudad latinoamericana.
Como las veces anteriores en que se ha mudado al Pizarro ecuestre, su traslado ha llevado a un debate sobre su figura, sobre la Conquista, el rol de los españoles en el Perú y la identidad nacional. Al fin y al cabo, para eso sirven los monumentos, para pensarnos como nación, para imaginarnos como colectivo, y para discutir sobre lo que creemos ser y en lo que nos gustaría convertirnos.
Las estatuas, al igual que los museos, nos dicen más sobre el presente en el que se construyen que sobre el pasado que se supone exaltan. Ambos son instrumentos de los que se sirven los poderosos, ya que para erigir un monumento y para hacer un museo se necesitan recursos importantes, que pueden ser privados o públicos. En el caso de la estatua ecuestre de Pizarro, sus mudanzas sirven de termómetro para medir cómo es que se ve el pasado de la Conquista y cómo su lectura no es estática. Ahora que estamos a punto de iniciar el ciclo conmemorativo de los 500 años de la Conquista, será interesante ver de qué manera se leerá este pasado.
Algo similar observamos en los museos y archivos. La incapacidad del Estado peruano de organizar un gran museo nacional es impresionante. No solamente tenemos un hermoso edificio vacío en un lugar que debía ser intangible y que costó millones —y que quién sabe si algún día albergará alguna colección—, sino que el principal museo arqueológico del país está cerrado por refacción desde antes de la pandemia y se supone que se comenzará a arreglar en los próximos meses. De la misma manera, se supone que ya se le ha asignado una partida al Archivo General de la Nación para la construcción de su nuevo local, pero aún no hay noticias de cómo se efectuará el proyecto. Mientras que del otro lado tenemos al Museo de Arte de Lima, que, siendo privado, se ha convertido en el principal espacio para presentar una narración sobre el pasado peruano, tanto prehispánico, como colonial y republicano.
Ahora bien, el movimiento pendular de la historia se ve con aún más claridad con lo que viene sucediendo en el Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social (LUM). Desde su creación con fondos donados por Alemania y el apoyo del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, entre otros, este lugar ha sido un espacio en permanente disputa. Creado como un lugar para reflexionar sobre la violencia política desatada en el Perú en las décadas de los ochenta y noventa, además de constituirse como una oportunidad para reparar simbólicamente a las víctimas, su existencia le ha resultado incómoda a un sector de la población que no quiere que el pasado se discuta y que ha decidido de antemano quiénes son los buenos y los malos, y busca que se imponga una sola “memoria salvadora” sobre lo que fue un conflicto complejo y sangriento que ha dejado muchas heridas abiertas, entre ellas las de los familiares que aún buscan a unas 22 mil personas desaparecidas.
Justamente tras la salida de Manuel Burga como su director, lo primero que se ha hecho es cancelar (casi) todas sus actividades. A mí se me permitió hacer una visita guiada sobre la muestra de las batallas de Junín y Ayacucho el martes 14 de enero, pero no tuvieron la misma suerte ni la presentación de libro sobre la violencia contra los asháninkas de Palcazu, ni el encuentro sobre las memorias de los colectivos LGTBIQ+ del Perú (para más detalles, ver este artículo de Renato Silva).
El ciclo de Cine al Aire Libre de los jueves, donde se iban a proyectar La Teta Asustada (2009), NN: Sin identidad (2015) y La Piel más temida (2024), tres películas que exploran la dificultad de procesar ese pasado traumático, tampoco se llevará a cabo. Estas cintas se podrán ver en otros lugares y esperamos que sea motivo para seguir discutiéndolas.
Solo así lograremos que, a pesar de que el péndulo se viene moviendo de manera preocupante hacia el lado de la censura, no logren callarnos.
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