El 84


El reencuentro con un viejo libro plantea preguntas sobre el futuro de nuestra correspondencia


Cuando tenía diecinueve o quizá veinte años, mientras mi país trataba de comprar pan entre la hiperinflación y los atentados terroristas, tuve la suerte de encontrar en un pequeño cine no muy alejado de mi casa una película independiente que tenía un melcochoso título traducido al español: Nunca te vi, siempre te amé.

Una vez en la penumbra, uno descubría que el título original era 84 Charing Cross Road y luego, conforme avanzaba la cinta en el proyector, las actuaciones de Anne Bancroft y Anthony Hopkins —quincuagenarios entonces— nos iban sumergiendo en una larga relación epistolar entre una escritora de poco éxito en Nueva York y el encargado de una librería de segunda mano en Londres.

Quizá porque en mi juventud había muy pocas librerías en Lima y envidiaba aquel esquivo ambiente retratado, o porque el intercambio de cartas narrado en voz alta combinaba erudición, buen humor y cariño siempre en alza —o tal vez porque los actores eran brillantes, o porque el 84 es uno de mis tres números favoritos—, la película se me hizo entrañable, y no fue hasta algunos años después, cuando mi país ya estaba reinsertado en un circuito cultural más amplio, cuando me enteré de que el film estaba basado en un libro con el mismo título, y cuya autora, Helene Hanff, en verdad había tenido aquel intercambio de cartas retratado en la película con el librero Frank Doel.

Diversas vicisitudes me impidieron conseguir el libro en su momento y, cuando años después hice mi primera visita a Londres, tampoco pude visitar la dirección de la librería. Luego, conseguí el libro, pero lo perdí antes de leerlo. Y cuando por fin pude volver a Londres y busqué el 84 de Charing Cross Road, me topé con un local insípido en alquiler que no se parecía en nada a la enmaderada librería de la proyección (de hecho, Google Maps muestra actualmente en el lugar un local de McDonald´s).

Por fin hace unos meses, paseando por la Feria del Libro de Lima, mi vista se topó con el libro en su edición roja de Anagrama y pude leer la correspondencia real entre Helene, Frank, su esposa y el personal de la librería, y doy fe de que pasar cada página fue como asistir a la proyección de sus fotogramas.

Sin embargo, una especie de maldición me ha perseguido en relación a este libro: llevo días buscándolo en mi casa para revisar mis notas y sigo sin encontrarlo, así que tal vez esté escribiendo estas líneas para que mis impresiones no terminen de diluirse.

Lo primero que se me ocurrió cuando terminé su lectura, es que las personas que han crecido rodeadas de libros pueden sentirse cómodos en cualquier librería, ¿pero qué pasa con quienes no han tenido ese acercamiento? ¿Qué ocurre con quienes no comparten recuerdos de lecturas solitarias en su juventud, ni saben a qué huele el papel que lleva años impreso, y que por lo mismo no le han encontrado sentido a entrar a una librería? ¿Sienten, al entrar en una, un poco de la timidez que yo sentiría al entrar en una tienda especializada en cacería? Imagino que sí; sobre todo, viviendo en una sociedad que de boca para afuera tiende a glorificar al libro, rozando el esnobismo o cayendo de lleno en él al calificar de brutos a quienes no tienen el hábito lector. 

Tal vez coqueteando con el esnobismo ya mencionado, luego de leer el libro pasé revista a mis amistades y me di cuenta de que las personas que se han convertido en las más cercanas a mí en las últimas décadas son aquellas que han tenido algún tipo de biblioteca en su hogar o algún puñado de libros alineados en un rincón de sus casas. Es como si el afecto natural que he sentido inicialmente por ciertas personas hubiera sido fertilizado por las conversaciones en las que nuestras lecturas no han dejado de estar presentes.

Ciertos pasajes del libro me recordaron, también, lo precarios que pueden ser los días de quienes se ganan la vida con la escritura: en sus cartas, Helene siempre se queja de su vida incómoda y, por ejemplo, en una le cuenta a Frank que tiene que posponer una vez más su sueño de conocer Londres y su librería debido a un imprevisto de salud. Si mal no recuerdo, mientras que en Estados Unidos Helene tiene que hipotecar su futuro debido a las dolencias, la esposa de Frank agradece que el sistema de salud de Inglaterra sea público y que su esposo haya salido de una enfermedad sin tener que empeñar sus bienes, un adelanto, sin duda, del gran debate que sobrevino luego sobre el rumbo económico que deben tomar las naciones. 

No obstante, lo que quizá más me haya impactado por defecto al comparar la película y el libro es cómo el silencio es parte fundamental de la literatura. En la relación a distancia entre Helene y Frank existen largos intervalos en los que no se escriben, y esos vacíos llenan de significado, incluso, las banalidades que sirven de excusa para que vuelven a contactarse.

Luego de haber visitado esas páginas y fotogramas instalados en el siglo XX, es imposible no preguntarse qué futuro puede tener la literatura epistolar en un mundo cada vez más mediado por la inmediatez y la simplificación de los códigos; un mundo en el que se responde con emoticones y donde el meme es ya una moneda de intercambio social.

¿Existirá hoy entre el maremágnum del WhatsApp y las demás redes alguna correspondencia rescatable que se incorpore al canon literario? ¿Y el próximo libro y película que la recoja escapará de tener la dirección de un Starbucks?
A pesar de las predicciones que nos advierten sobre el empobrecimiento de nuestro lenguaje a causa del exceso visual de nuestros intercambios, estoy seguro de que sí.
En toda generación hay corazones como los de Helene Hanff y Frank Doel: sensibilidades que utilizan las nuevas herramientas para ventilar viejos asuntos con renovada poesía. 
O, al menos, eso es lo que quiero creer.


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2 comentarios

  1. Luis Bermudez B

    Un punto muy preocupante para quienes gozan o aman los libros y el lenguaje.La pequeña historia muy entretenida y narrada estupendamente.

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