El perfil del nuevo papa importa a todos (agnósticos incluidos)
Vivimos en una época donde el éxito político suele medirse por la capacidad de dividir y aplastar. Los liderazgos que crecen no son los que tienden puentes, sino los que explotan resentimientos, atizan miedos y alimentan la polarización. En ese contexto, la figura del papa Francisco destacó como una anomalía luminosa.
Su forma de ejercer el liderazgo no se basó en exacerbar las diferencias, sino en buscar encuentros, escuchar, pedir perdón cuando fue necesario y defender causas que nos convocan a todos, sin importar credos ni nacionalidades. Por eso, su muerte deja un vacío que resuena más allá de la iglesia, y por eso también, el mundo —incluidos los agnósticos— necesita un Francisco II. O, quizás, un Francisco 2.0.
Francisco demostró que la autoridad moral no se sostiene en la infalibilidad ni en el cálculo político, sino en la capacidad de reconocer errores y enmendarlos. Lo comentaba la semana pasada cuando hablaba de lo ocurrido en Chile: tras una inicial y dolorosa defensa de un obispo acusado de encubrir abusos, se tomó el trabajo de investigar, de reunirse con las víctimas, de escuchar y de rectificar públicamente. En lugar de atrincherarse en su primera respuesta, eligió hacer lo más difícil: admitir que se había equivocado y actuar en consecuencia. Ese gesto, inusual en los tiempos que corren, fue una lección de humildad que ningún poder político contemporáneo ha podido replicar.
Su liderazgo fue más allá de las fronteras de la Iglesia. Desde el Vaticano, alzó la voz con una claridad inusual frente a los grandes desafíos de nuestro tiempo. En 2015 publicó Laudato si’, un documento que trascendió los círculos religiosos para convertirse en uno de los manifiestos éticos más importantes del siglo. Allí no sólo denunció la devastación ambiental como una crisis espiritual y humana, sino que apuntó sin ambigüedades a los sistemas económicos y políticos que la perpetúan. En un mundo donde tantos líderes prefieren relativizar el colapso ambiental para no incomodar a los poderosos, Francisco habló con una franqueza difícil de encontrar incluso entre los más comprometidos activistas.
También fue claro en tiempos de guerra, cuando la presión de los bandos enfrentados suele acallar las voces éticas. Ante tragedias como la invasión de Ucrania y la devastación en Gaza, Francisco no eligió el silencio ni se refugió en una neutralidad cómoda: denunció la violencia, defendió a los inocentes y recordó que la dignidad humana no puede ser subordinada a ninguna estrategia militar. Condenó sin ambigüedades tanto la agresión rusa contra el pueblo ucraniano como la desproporcionada respuesta israelí que sigue arrasando vidas civiles palestinas. En un escenario saturado de propaganda, alianzas automáticas y relatos simplificados, su defensa de las víctimas, sin distinciones ni pretextos, fue un acto político en el mejor sentido de la palabra.
Esa misma lógica lo llevó a defender a los migrantes, en un momento donde buena parte del discurso político los trata como amenaza y no como seres humanos. Francisco insistió, una y otra vez, en que cada migrante lleva consigo una historia de dolor y esperanza, y que recibirlos no es solo un deber cristiano, sino una exigencia de humanidad. Su primer viaje a Lampedusa, sus constantes llamados a la acogida y su crítica a la “globalización de la indiferencia” forman parte de uno de los legados más consistentes y urgentes de su pontificado.
Pero el reconocimiento de su grandeza no debe cegarnos ante sus límites. Francisco también tuvo puntos ciegos. Su impulso reformista dentro de la Iglesia fue más lento y moderado de lo que muchos esperaban. En cuestiones como el rol de la mujer en la estructura de poder eclesiástico, la inclusión plena de personas LGBT+ o el debate sobre el celibato sacerdotal, su papado avanzó con pasos tímidos y no siempre logró romper las resistencias internas. Estos márgenes, estas deudas, trazan también el perfil del papa que el mundo necesita ahora: un Francisco II que conserve la brújula ética y la valentía de tender puentes, pero que también sea capaz de ir más allá, de arriesgar más en los terrenos donde Francisco no pudo llegar.
La elección de un nuevo papa importa más allá de la Iglesia Católica porque el Vaticano, más que cualquier otra institución religiosa, posee una influencia real sobre el escenario global. Sus posiciones no solo moldean la vida de millones de fieles, sino que también afectan debates sociales, políticos y éticos en todo el mundo. El papa no lidera un país pequeño, sino una voz política que interviene en cuestiones que atraviesan a toda la humanidad: la guerra, el hambre, la migración, el medio ambiente, los derechos humanos. Incluso quienes no compartimos su fe sentimos el peso —positivo o negativo— que puede tener esa voz cuando el mundo necesita caminos de reconciliación y no de mayor ruptura.
Un Francisco 2.0, si queremos imaginarlo así, no sería una copia del anterior, sino una continuación que aprende, que corrige, que se anima a empujar los límites allí donde aún quedan brechas por cerrar. Más que un símbolo para los creyentes, sería una señal para todos: de que todavía es posible liderar sin dividir, sanar sin calcular, tender la mano sin pedir credenciales. De que, aun en tiempos de polarización, la esperanza puede seguir teniendo rostro.
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