Frente a las denuncias de abuso, hay que dejar de lado los cuentos de hadas
Todos conocemos el cuento Caperucita Roja en la adaptación amable de los hermanos Grimm: una niña, enviada por su madre a llevar una cesta de comida a su abuela enferma, es abordada en el bosque por un lobo astuto que, tras sonsacarle información, se adelanta a la casa, devora a la abuela y toma su lugar disfrazado. Cuando la niña llega, también es devorada, pero un cazador que pasa por la casa escucha los ruidos, entra, derrota al lobo y rescata con vida tanto a la abuela como a su nieta.
Ahora imaginemos una secuela, en la cual los aldeanos de un pueblo cercano a la casa de la abuela conversan sobre lo ocurrido:
Aldeano 1: “El lobo no puede haber atacado a la señora y a su nieta. Yo siempre lo veo en el bosque saludando muy educado y haciendo conversación a los viandantes”.
Aldeano 2: “En las noches de luna llena lo veo aullando, lo que demuestra que tiene una gran sensibilidad artística, no es un mal sujeto. Esas mujeres deben estar mintiendo”.
Aldeano 3: “¡Así es! ¿Lo han visto con sus crías? Ese lobo siempre se preocupa de conseguirles comida y jugar con ellas, es un gran tipo”.
El frustrante diálogo podría sonarnos inverosímil. ¿Pero realmente lo es?
En el cuento de los hermanos Grimm, el lobo simboliza una amenaza clara y evidente, pero en la secuela imaginada los aldeanos lo defienden ignorando los hechos, porque lo evalúan desde sus propias experiencias. Esta dinámica ficticia busca reflejar una realidad preocupante: nuestra tendencia a juzgar las denuncias de agresión con base en la imagen que tenemos del acusado, como si fuera imposible que la misma persona que realiza actos bondadosos también pueda cometer actos abominables.
Nuestro editor, Gustavo Rodríguez, lo expresó con claridad en una publicación en su cuenta de Facebook: «Nadie conoce realmente a nadie. Esa persona puede caerte bien, puede haber sido generosa contigo, puede haberte dado incluso la vida: pero, en verdad, no la conoces en todas las circunstancias, ni detrás de todas las puertas, ni en los deseos que más esconde. El ‘yo la conozco’ para defenderla colinda, pues, con una ilusión infantil». Esta reflexión surge en un contexto marcado por casos de acusaciones contra líderes religiosos, donde la imagen pública y la afinidad ideológica hacia los acusados han llevado a muchos a descartar de saque las denuncias.
Cuando en el Congreso de la República presidí la Comisión Investigadora sobre Abuso Sexual de Menores en Organizaciones, me enfrenté a esta misma resistencia una y otra vez. Una de las lecciones más difíciles, pero necesarias, es entender que las experiencias positivas con un acusado no invalidan los testimonios de las víctimas. La misma persona que educó generaciones, publicó grandes obras, salvó vidas o brindó consuelo espiritual, puede haber sido también un abusador serial. Estas realidades no se anulan entre sí (y reconocerlo no exime a nadie de responsabilidad).
Idealizar a una figura pública, a un líder o incluso a un familiar genera un peligroso efecto secundario: nos hace bajar la guardia. Al confiar ciegamente en la percepción positiva que tenemos de alguien, desestimamos señales de alerta y dejamos de proteger a los más vulnerables. La prevención exige dejar de lado la comodidad de nuestras creencias personales para adoptar una postura crítica, que priorice siempre la seguridad de quienes podrían estar en riesgo.
Es natural que queramos creer que la maldad es absoluta y que podríamos identificarla fácilmente. Sin embargo, esta idea nos da una falsa sensación de control. Pensamos: «Si fuera cierto, yo lo habría notado». Este razonamiento, aunque reconfortante, ignora la complejidad humana y revictimiza a quienes se atreven a denunciar, perpetuando un sistema de silencio que solo beneficia a los agresores.
Cuando alguien afirma «yo lo conozco», lo que realmente dice es «yo conozco la parte que me mostró». Pero nadie sabe qué ocurre detrás de puertas cerradas, ni en la intimidad de los deseos más oscuros. Insistir en la inocencia de alguien basándose únicamente en una experiencia personal positiva es, en el mejor de los casos, ingenuo, y, en el peor, una herramienta para silenciar la verdad.
La prevención debe ser una prioridad para enfrentar esta problemática. Es fundamental actuar antes de que el daño ocurra, estableciendo límites claros a las dinámicas de poder absoluto que facilitan el abuso y su impunidad. Y para cuando la prevención no sea efectiva, las organizaciones sociales y las instituciones públicas tienen la obligación de garantizar espacios seguros y protocolos efectivos que permitan a las víctimas hablar sin temor, incluso cuando sus relatos desafíen nuestras percepciones. Creer en las víctimas no contradice la presunción de inocencia; es un paso necesario para romper el silencio y dar prioridad a la búsqueda de la verdad.
Así como los aldeanos de la secuela ficticia de Caperucita Roja defendieron al lobo por las cualidades que conocían, muchas veces preferimos preservar nuestra imagen idealizada de alguien antes que aceptar la posibilidad de que haya causado daño. Romper este ciclo requiere confrontar nuestras propias creencias y aceptar que la verdad, aunque incómoda, es el primer paso hacia la justicia. Si no, los lobos seguirán atacando con impunidad.
¡Suscríbete a Jugo haciendo click en el botón de abajo!
Contamos contigo para no desenchufar la licuadora.
Uf, que gran reflexión y abre la puerta a cuestionarnos qué estamos dispuestos a permitir por el aprecio que le tenemos a ciertas personas. Incluso, que saben las personas apreciadas que se les permite cometer a pesar de ser conscientes de que es un acto inmoral. Podemos ir más allá… ¿qué es inmoral para nuestra sociedad? ¿qué es inmoral pero común, así que se lo podemos pasar por alto?
Todas preguntas muy pertinentes (y urgentes!). Gracias por leer y participar, Stefany.