La inseguridad ciudadana en Perú ya se ventila en tribunales estadounidenses

Elohim Monard trabaja en las fronteras entre la política, las políticas publicas y las comunicaciones. Actualmente cursa un doctorado en Comunicación de Masas en la Universidad de Wisconsin-Madison, dónde investiga verdad, confianza y legitimidad desde la comunicación política. Además es consultor y docente universitario. Ha trabajado en temas de seguridad, construcción de paz y reducción de la violencia.
Durante varios años trabajé en políticas de seguridad ciudadana en Perú y tal vez, dada su intensidad, abandoné este asunto de forma directa cuando vine a estudiar un doctorado en Estados Unidos. El deterioro de la inseguridad en mi país aún me mantiene atento, angustiado y pesimista, incluso a la distancia. Y a pesar de mis esfuerzos por dejarlo atrás, este tema me alcanzó en Wisconsin hace unos meses, cuando recibí un mensaje que me mostró nuevas dimensiones de la ola de crímenes y violencia que embiste a la sociedad peruana.
El correo electrónico venía firmado por un estudio de abogados estadounidense y consultaba mi disponibilidad como investigador académico para la redacción de un informe de experto para el caso de asilo de una familia peruana en Estados Unidos. La familia, otrora comerciantes en la provincia del Callao, había huido del Perú víctima de extorsionadores. El acoso continuó incluso cuando intentaron mudarse hacia otros distritos, incluyendo la sierra rural de Lima, lo que finalmente gatilló la decisión de emigrar a Estados Unidos y solicitar asilo.
El informe solicitado debía incluir una explicación de la vulnerabilidad de esta familia por su condición indígena y quechuahablante. Como este asunto excedía mis competencias, formé equipo con mi amigo y colega Américo Mendoza Mori para preparar un informe que explicara por qué no resultaría extraño que una familia peruana pidiera asilo en Estados Unidos a causa del crimen, especialmente si era de origen indígena.
Dos aspectos adicionales destacaron la importancia y singularidad de este caso. Por un lado, las abogadas explicaron que cada vez existen más peruanos que solicitan un asilo similar en Estados Unidos, un fenómeno reciente. Por otro lado, los especialistas en Estados Unidos sobre crimen en Perú son escasos, ya que los pedidos de este tipo usualmente solían provenir de países centroamericanos o de Venezuela.
Para el informe utilizamos algunos datos de crimen violento del INEI. Para empezar, los delitos con armas de fuego aumentaron en más del 50 % entre los años 2015 y 2023. Además, las tasas de homicidio en algunos territorios como el Callao (25.5 homicidios por cada 100.000 habitantes) y Tambopata (32.9) triplican o cuadruplican el promedio nacional (8.6) del año 2021. Lamentablemente, la falta de datos de años más recientes limita cualquier diagnóstico.
Aunque no es el indicador ideal —pues no refleja los hechos no denunciados—, las denuncias por extorsión pasaron de 4.759 en 2021 a 22.481 en 2023. Las extorsiones han provocado el asesinato de nueve conductores de transporte público y de cinco líderes de construcción civil solo en el año 2024. Además, entre los años 2023 y 2024 habrían provocado el cierre de más de 7.500 bodegas en Lima. La familia para la que hicimos el informe tenía un puesto en un mercado.
En el informe también indicamos que el aumento de la criminalidad en Perú tiene varias explicaciones posibles. Primero, la pandemia intensificó factores de riesgo para el aumento de la delincuencia, como la deserción escolar, la violencia familiar y el desempleo. Solo en 2020, alrededor de 200 mil estudiantes dejaron la escuela y se perdieron 6.7 millones de empleos.
Organizaciones criminales transnacionales aprovecharon la debilitada infraestructura estatal durante la pandemia. Grupos como el Cártel de Sinaloa, el Tren de Aragua y el Comando Vermelho operan en Perú en colaboración con redes locales. Gradualmente, Perú se ha convertido en un hub criminal donde crímenes predatorios como secuestros, extorsiones y trata comparten negocio con el oro ilegal y la cocaína (que pronto aprovecharán el puerto de Chancay tanto como el mercado legal).
La masiva migración venezolana al Perú aumentó la densidad poblacional en las ciudades y, con ello, la presión sobre servicios públicos que ya eran precarios, agravando las tensiones sociales y económicas. Si bien muchísimos migrantes son víctimas de la violencia, incluyendo extorsión o trata, se infiltraron algunos delincuentes con prácticas criminales más sofisticadas y violentas.
Finalmente, en el informe también indicamos que la administración de Dina Boluarte carece de estrategia —o de interés— para combatir el crimen, mientras que el Congreso ha debilitado las leyes de crimen organizado para beneficiar a políticos investigados y facilitar la expansión de actividades ilegales, en lugar de dar oportunidades masivas a jóvenes vulnerables, limitar el acceso a armas de fuego, descabezar grupos criminales, extirpar a malos policías, reorganizar los penales, entre otras urgencias.
Un factor que también resaltamos es la marginación histórica hacia las poblaciones indígenas que aún persiste, restringiendo el acceso a servicios públicos, educación y representación política. Todo esto se vio agudizado por el conflicto armado interno de la recientes décadas (1980-2000), una situación que, como ya indicó la Comisión de la Verdad y Reconciliación, ha convertido a las comunidades indígenas en víctimas de negligencia y violencia por parte del Estado.
En consecuencia, las poblaciones indígenas quechuahablantes en Perú serían más vulnerables al crimen y recibirían menos atención de los operadores de justicia. Según LAPOP (2023), solo el 20 % de las personas quechuas y aimaras confían en la policía, frente al 31 % de otros grupos. No obstante, no encontramos estudios sobre la relación entre crimen y etnicidad en Perú, lo que evidencia las limitaciones del país para analizar la complejidad del crimen.
Así las cosas, podemos esperar que el flujo de emigrantes peruanos por inseguridad aumente. Según Ipsos Perú (2023), un 58 % de encuestados en Lima y Callao emigraría si pudiera. Entre ellos, un 13 % lo haría en busca de «un entorno más seguro». Sin dinero para visa o avión, muchos viajan semanas por fronteras peligrosas como el Darién o Río Grande. Hace poco vimos con dolor que una niña peruana de 11 años falleció entre Guatemala y México durante esta travesía con su familia.
Hay quienes dicen que el Perú ha «tocado fondo», pero temo que estamos lejos del fondo. Si las condiciones actuales persisten y no hay fuerza que lo contrarreste, el crimen violento seguirá expandiéndose a nuevos territorios, capturando más sectores y aumentando su crueldad. Hace 15 años, en Guatemala, alguien me dijo que recién entendió el nivel de descomposición social de su país al ver a unos reos jugar fútbol con una cabeza. No hemos llegado allí. Todavía.
El 25 de octubre reciente, recibimos con alegría la noticia de que nuestro informe ayudó a que el juez concediera el asilo a la familia del Callao. Aunque se consiguió ayudar a esta familia, el problema persiste y ha quedado en evidencia que hay peruanos huyendo nuevamente de la violencia. Esperamos también que Donald Trump no revoque ni restringa los permisos de residencia de esta naturaleza.
Esta situación me hizo recordar una lección que aprendí hace diez años, mientras realizaba mi tesis de maestría sobre homicidios en Tumbes: que la violencia es pegajosa; es decir, que mientras más se adhiere a las paredes de la sociedad, más difícil resulta erradicarla. Cualquier política contra la pobreza será insuficiente si no se enfrenta el crimen que condena a las comunidades al miedo y la inestabilidad. Debemos actuar lo antes posible, porque siempre puede ser peor.
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