Cuando los cambios vuelven irreconocibles a las personas
Para Natalia Sobrevilla
Hoy cumplo dos meses sin fumar.
Empecé en el colegio, cuando Alan García no terminaba aún de arruinar el país, así que luego de más de tres décadas haciéndolo soy el primero que no se lo cree. Mi imagen de mí mismo es fumando, o con un cigarrillo en la mano, y ya voy sesenta días sin dar siquiera una pitada. Y aquí estoy. Creo que lo estoy consiguiendo. Sorprendentemente, salvo algunos pocos momentos y circunstancias —como escribir, por ejemplo, que me toma el doble de concentración y el triple de tiempo—, en realidad no ha sido tan arduo como temí. Tampoco es que de pronto sienta que levito, o que la comida se haya vuelto mucho más sabrosa que antes, o que pueda salir a correr maratones. No. Pero sí puedo respirar más profundamente. Mis manos y mi ropa ya no huelen a cáncer. Me siento más ligero, más claro, más libre.
Decidí dejar de fumar porque no me quiero morir. No por ahora, al menos. Y me permito un discreto orgullo de estarlo logrando.
Hoy a los más jóvenes les parecerá increíble, pero antaño no provocabas un escándalo si fumabas en el micro sacando el pucho por la ventana. O en el cine, hasta que, luego de varias advertencias en la pantalla, cortaban la película. En los bancos había ceniceros con logotipos de arena constantemente arruinados con colillas. Fumabas lo más pancho mientras entrabas a la casa de quien sea, en cualquier restaurante con gente almorzando a tu lado, incluso en los ascensores si había consenso. Fumabas en el avión. Fumabas en el carro, frente a tus hijos (que iban a la bodega a comprarte las cajetillas), en las fiestas y en los velorios. Las personas públicas fumaban en televisión. Fumaban los médicos y los sacerdotes y los profesores, en clase. Fumabas luego de hacer deporte, en la oficina, donde te diera la gana. Era lo normal. Miren cuántos salían con un fallo entre los dedos en las fotografías antiguas. Había más adultos fumadores que no fumadores, y estos últimos se la bancaban con resignación pues ya sabemos cómo imperan las mayorías.
Otra cosa que sabemos es que una práctica extendida y aceptada por muchos no la hace correcta. Y algunas veces el destino se entretiene volteando tortillas.
Con los años se divulgaron los efectos perniciosos del cigarrillo, y esta información animó una serie de medidas en todo el mundo: las leyes antitabaco. Con ellas no solo se acabó la desfachatez humeante y, sin duda, bajó el consumo de nicotina, sino que se dio también otro fenómeno: los no fumadores cobraron poder, exigieron espacios libres de contaminación, el respeto de su salud. Pero esto, que está muy bien, incluía a mi entender un punto de venganza, y terminó gestando actitudes francamente discriminatorias, abusivas con la nueva minoría, una especie de supremacía ética de los “sanos” frente a los “tóxicos”, cada vez más relegados en todo sentido por decadentes y viciosos. Literalmente, unos apestados.
Ese tipo de campañas, exageradas, creo que juega en contra de la liga de la pureza, pues ya se sabe lo que genera, sobre todo en los chicos, lo prohibido. Yo mismo creo que he postergado mi decisión, en parte, por una especie de rebeldía inconsciente. Y puedo decir ahora, que estoy en ello, que dejar de fumar es solo una decisión personal, que no me convierte en alguien moralmente superior a nadie. Lo obvio, precisamente por obvio, a veces se vuelve invisible.
Lo digo porque hay quienes sí parecen creerlo. Podemos llevar el ejemplo a cualquier hábito, sobre todo cuando se reemplaza por otro para llenar un espacio vacío dentro de uno mismo (refiriéndose a los adictos que se aferran a la religión mi amigo Wenceslao decía que cambiaban “el cloro por el clero”), o cuando se muta radicalmente de postura frente ciertos tópicos: personas que viven una revelación y rechazan su pasado oscuro, o, por lo menos, ya vacas, se olvidan que fueron terneras. O lo niegan de plano. O lo aceptan, pero solo como antiejemplo. Son los renacidos.
El problema con estos ciudadanos es que no suelen quedarse callados, sino que se convierten en militantes activos de su flamante —y flameante— fe. Todos conocemos gente así, esa que a la primera que te distraes te da la paliza de su buena nueva, de lo fantástica que es su vida recobrada, su religión, su alimentación, su deporte, su partido. Suelen perder el pudor y el tino pues están convencidos de que te estás perdiendo de algo fabuloso, un reino celestial, una vida plena, una inversión infalible. Son los fanáticos más temibles.
Por poner un ejemplo: ¿ustedes recuerdan quién era hace solo un par de años Fernando Rospigliosi? ¿Las cosas que decía del fujimorismo en general; y, en particular, de su lideresa?
“Cambia lo superficial/ Cambia también lo profundo/ Cambia el modo de pensar/ Cambia todo en este mundo…” comenzaba una preciosa canción del chileno Julio Numhauser popularizada por Mercedes Sosa. Cambiar casi siempre es natural, y casi siempre lo natural es bueno.
Pero en esos “casi” pueden caber mundos enteros.
Esa transformación, la de Rospigliosi, es para mí una de las más sorprendentes de la política criolla. Por supuesto que el dos veces ministro del Interior de Alejandro Toledo tiene el derecho de volverse legionario de la causa que tanto fustigó hasta hace poco, con su virulencia conocida; pero por lo mismo puedo yo recelar de esta. O pensar, por ejemplo, ¿será genuina su metamorfosis? ¿Habrá descubierto que lo que detestaba era en realidad el camino político correcto? ¿Es coherente en un hombre de su generación, que militó más de una década en Vanguardia Revolucionaria, terminar recalando en las filas enemigas? ¿O serán solo ganas de no soltar algo como el poder?
Repito: cada quien es libre de mutar, de volverse otra cosa, de modificar su conducta. Yo, por mi parte, haré todo lo posible por seguir respirando tranquilo.
Excelente mis felicitaciones, en el caso del ejemplo, considero que es la cuota de poder que le lleva a recalar y ser inconsistente consigo mismo, pero lo que me preocupa es que no lo asuman y lo presenten como una bandera de defensa a nuestro Perú, muy burdo por supuesto.
Felizmente para nosotros los ex-viciosos lo de Rospigliosi no se come, fuma ni bebe.
Excelente, evoque un «premier/hamilton» entre sus dedos….
Rospigliosi es el cancer que no quiere ser cigarrillo.
Para Natalia Sobrevilla, dice, como dedicatoria, y yo digo que de algo (o de más de algo) me he de haber perdido.
No defenderé a Fernando Rospigliosi, pero uno tiene derecho a conjeturar, sí.
(¡Qué manera de no dejar de opinar la mía!)
Saludos