A pocos días de cumplir un año como madre, una dramaturga y editora infatigable se atreve a escribir sobre este episodio transformador

Jimena Salas Pomarino (Lima, 1983) es editora, dramaturga y guionista. Magíster en Edición por la Universidad Complutense de Madrid, y bachiller en Ciencias y Artes de la Comunicación con mención en Periodismo por la PUCP. Tallerista de la Escuela de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños (EICTV), Cuba. Desde 2013, trabaja como editora de revistas y libros de no ficción comercial. Ha escrito y dirigido la obra teatral Lo que llevas dentro (2018), y las obras cortas Mientras quede voz (2019) y El síndrome de la abeja reina (2025).
«Aquí hay algo raro», dijo con tono mecánico, aburrido, como el del vendedor de la taquilla del cine al indicar el número de sala. Cuando lo escuché, casi sin entenderlo, aún sentía la caricia fría del transductor, mientras conversaba naderías y hacía chistes tontos con P. Todavía recuerdo fijar la mirada en el enchapado de las paredes; el monitor, a lo lejos, proyectaba una silueta que se expandía y contraía rítmicamente. Todo parecía ir bien. Aún guardo en la memoria esa sensación de soltura, de libertad en el mundo que se apagó para siempre en aquel instante. Su latido era uniforme, todo había marchado bien hasta ese momento; pero entonces pasó.
No había forma de prepararse para lo que siguió.
¡Cuánto se ha dicho y escrito sobre el gran sacrificio de la madre moderna! Conciliar la maternidad con las ambiciones profesionales y las imposiciones sociales; la carga mental; la culpa interminable; la lluvia de consejos no solicitados… Ya esta parte sonaba suficientemente terrorífica como para añadirle ecocardiogramas fetales, consejería con cirujanos neonatales, y los análisis, más análisis… aunque la única aguja que de verdad me torturaba era invisible, y me atravesaba la garganta a diario.
Después de cada consulta médica, solo quedaba enjugar las lágrimas, esbozar una sonrisa floja, contestar las llamadas y recibir felicitaciones. Acoger los abrazos entusiastas de los amigos, abrir regalos sentada en un trono de ratán durante el baby shower y mostrarme emocionada, radiante, como si viviera un cuento de hadas… Llegando a casa, dormir abrazados, él y yo. Despertar en medio de la noche gritando y echarnos a llorar, sin poder soltarnos.
¿Por qué a nosotros? ¿Por qué a mí? ¿Fue mi culpa? La verdad es que tenía que ser mi culpa. El médico que me hizo una de las ecografías del diagnóstico así lo confirmó. Empezó muy confiado, con tono triunfante: «Seguro todo está bien… Vas a ver que no es nada. [pausa para ponerse los guantes] ¿Qué edad tienes?». Tres segundos después, su timbre mutó: «Ah, es que no se te nota… Entonces… probablemente sí haya algo ahí».
Nadie te prepara para ser mamá. Nada te prepara para ser mamá a los cuarenta y tener una criatura con una condición congénita. Absolutamente nada te prepara para, después de parir, tener a tu bebé internada en la clínica por más de cien días.
Y eso fue lo que pasó.
El sacudón físico, hormonal, emocional, psicológico que me correspondía como a cualquier puérpera se vio potenciado por una situación inesperada y compleja. El episodio más sublime acabó entreverado con el más angustiante y doloroso. Hubo días en que sentía que me iba a romper por dentro, y en más de una ocasión llegué a preguntarme si alguna vez volvería a ser feliz.
Cuando Maia llegó al mundo, todo se hizo más crudo y, evidentemente, inocultable para nuestro entorno. Todos me decían que era fuerte, que era valiente, una guerrera. Pero lo cierto es que yo solo sobrevivía. Mientras tanto, en una cajita transparente llena de cables y tubos, la verdadera heroína de la historia se aferraba a la vida, intentando enseñarnos algo que creo que aún no terminamos de ver en toda su magnitud.
Han pasado siete meses desde que dejamos la clínica. A los tres días de recibir el alta, ingresamos por Emergencias. Periodo de adaptación, nos dijeron. Increíblemente, la clínica se había vuelto nuestro hogar, nuestro lugar seguro, y el miedo, nuestro médico de cabecera. No fueron pocos los que acabaron juzgándome de insensata por querer mantener la asepsia al máximo en nuestro departamento. Y es que eres una luchadora y una guerrera admirable hasta que te piden visitar y cargar a la niña y dices que no.
La complicidad y compañerismo de pareja fueron virando hacia el hastío, el agotamiento, los reproches… Llegamos a preguntarnos si no nos habíamos puesto el más hermoso e indestructible de los grilletes. La ansiedad de los retos futuros, la operación por venir, nuestras cuentas bancarias drenadas por completo, el miedo, el miedo… El peso de la cotidianeidad haciéndose más difícil de cargar que la tragedia misma, porque ya no te miran con condescendencia; ahora solo eres una más.
Pero, entonces… ella.
Mueve los dedos y se los lleva a la boca como el más dulce manjar. Se mira las manitas con estupefacción, y luego estira la pierna una y otra vez, como bailando cancán. Bosteza con una placidez que me llena los ojos de lágrimas porque me doy cuenta de que no podía verla bostezar cuando tenía tubos por todos lados. Eructa y se ríe, y nos hace reír también. Hemos sobrevivido, pienso. Ella lo ha logrado y nos ha dado nueva vida.
No romantizo nada; no estoy en posición de hacerlo. Confieso que, a veces, todavía me invade un pensamiento triste. Siempre soñé con la idea de la maternidad, y, de alguna forma, el inicio tierno y pleno que suele venir por añadidura con esta a mí me fue negado. Pero luego, otra vez, la observo con sus muequitas, sus pelos locos, su risa, Dios mío, su risa… sus balbuceos y sus ojos vivaces y hambrientos de este feo mundo; esos ojos grandotes que parecen aceitunas, como dijo la enfermera de la UCI Neonatal que se pasó una madrugada cargándola para apaciguarla y controlar la taquicardia. Y en medio de toda esa enorme contradicción que es sentir dolor y plenitud, coraje y pavor, motivación y extenuación al mismo tiempo… me doy cuenta de que no soy nada más, y nada menos, que una mamá. Una mamá como cualquiera.
Gracias a esa constatación, hoy soy infinitamente feliz.
¡Suscríbete a Jugo haciendo click en el botón de abajo!
Contamos contigo para no desenchufar la licuadora.
Jime eres una mamá y de oro! Sentí cada palabra. Y en muchas me he reconocido. Te mando un gran abrazo y a Maia todo mi amor siempre.
La vida es así de compleja. COMPLEJA AL NACER Y COMPLEJA AL VIVIR….
A Giacomo lo tuvimos en una encubadora y fue toda una desesperanza, entiendo en parte por lo que pueden haber pasado.
Les deseo lo mejor a los tres…