¿Cuál es el problema con la película francesa que tiene como heroína a una mujer trans mexicana?
Comenzaré defendiendo a Emilia Pérez para ya no tener que hacerlo más adelante. Si se mira la película —una decisión que muchos están evitando—, queda claro que cumple con entretener, que sus dos horas y diez se pasan rápido, que las actuaciones no son siempre terribles y que, contrario a lo que se viene repitiendo en redes, sí hay algunos actores mexicanos en pantalla. Basta mirarla para comprobar que no se trata de un bodrio cinematográfico que necesariamente deba condenarse al ostracismo. Si uno es buena gente, incluso podría sentir que la cinta refresca una cartelera en la que por lo general se maneja un único código: el realismo.
Hasta aquí llega lo que puedo rescatar.
Después, sí, efectivamente, hablamos de una película que transita todos sus temas de forma superficial, en la que no se entiende cuál es el conflicto que amarra la trama, si acaso su tono es paródico, camp o kitsch, o si de verdad pretende conmover con sus porciones más serias y dramáticas. Es una cinta musicalmente repelente por sus composiciones y letras esquemáticas. A ratos nauseosa por las flojas interpretaciones de sus actrices, Selena Gómez entre ellas, que con su aterrador español transforma varias escenas en involuntarios sketches de comedia. Una película descartable, sin huella de autor reconocible, un producto que debería aparecer y desaparecer sin pena ni gloria. En fin…
Para lo que no hace falta mirar la película es para comprender la ola de hate que ha provocado su estreno en México y en otros países de Latinoamérica. Allí, acá, lo que se cuestiona no es tanto el mérito audiovisual o técnico de Emilia Pérez, sino un asunto ideológico y humano que pone al centro de las pifias a su director Jacques Audiard.
¿Por qué grabó una historia que sucede en México fuera de aquel país? ¿Por qué no contrató a protagonistas mexicanos? ¿Por qué trató de manera tan burda la transición de género de su protagonista? ¿Por qué convirtió en espectáculo una problemática tan dolorosa como el narcotráfico y sus desapariciones?
Cuestionamientos que, inevitablemente, conducen a una misma pregunta: ¿puede un director francés, blanco y heterosexual de setenta años tratar estos temas?
Tirando una respuesta rápida —superficial como su película—, uno podría responder que sí, que el cine y el arte son campos de libertad absoluta, donde cada autor tiene el derecho de hablar sobre lo que guste. Sin preocuparse por paliar su desinformación, un director puede, si cree necesario, hacer una obra que trate las temáticas más peludas y delicadas que encuentre.
La palabra clave es necesario.
¿Era acaso necesario que Jacques Audiard filmara Emilia Pérez?
La recatafila de premios y nominaciones que viene acumulando —entre ellos, el Jury Prize del Festival de Cannes, cuatro Golden Globes y trece nominaciones a los Premios Óscar— parecería indicarnos que sí: Emilia Pérez es una película fundamental del año 2024 y ahora solo le queda llevarse a casa todos los galardones que merece.
Pero antes de aventarnos hacia esa sola conclusión, cabría, creo yo, sospechar de aquella perfecta coordinación entre la película que Audriard sintió necesario realizar y las alabanzas que ha recibido de tantas organizaciones, academias y asociaciones cinematográficas, por no mencionar a otros colegas del rubro, como el francocanadiense Denis Villeneuve, que la ha considerado una de sus cintas favoritas del año pasado.
¿Qué ven —y qué no ven— estas agrupaciones y personas?
Si pensamos en el Óscar, la situación nos recuerda a esos años en que se alzaron con el premio a Mejor Película producciones menores como Crash (2004), Slumdog Millionaire (2008), The King’s Speech (2010), Green Book (2018) y CODA (2021), y también a aquellos en que cintas de más alto calibre pero, al igual que las anteriores, con una preocupación social en su centro se llevaron la estatuilla: Moonlight (2016), Parasite (2019), Nomadland (2020) y Everything Everywhere All at Once (2022). La temporada de premios, que siempre acaba en Los Ángeles, es desde hace mucho una plataforma para que el gremio cinematográfico, más que distinguir a las mejores películas, comunique al mundo una declaración de principios políticos, por lo general alineados con una visión progresista, en defensa de los derechos de las minorías.
Año a año, muchos celebramos aquella visión. A trazos gruesos, corresponde con el horizonte que buscamos a futuro. Sin embargo, cabría también admitir que, en ocasiones, Hollywood y Europa patinan y convierten esos principios en una caricatura vacua y risible, revelando que por debajo de lo que uno quisiera entender como buenas intenciones subyace una ignorancia profunda —en el mejor de los casos— y, además, una estrategia de mercadotecnia que se sirve de nuestras historias para levantar un Óscar al final de la noche.
¿Sabía Jacques Audiard que una película sobre una mujer trans mexicana recogería los aplausos de toda la comunidad cinematográfica europea y norteamericana? ¿Sabía que a dicha comunidad no le interesaría la veracidad de aquella historia, sino únicamente su tratamiento reivindicativo? ¿Sabía que ninguno de sus miembros escucharía el ruido de sus incoherencias?
Peor aun: ¿sabía que el reclamo latinoamericano, a pesar de su masividad, acabaría siendo acallado por todos los premios que recibiría en su paso por festivales y ceremonias del hemisferio norte?
Me guardo la obviedad de mi respuesta.
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He leido los comentarios sobre los premios y halagos recibidos y las nominaciones a la estatuilla que hasta ahora ha recibido la película..
Es sorprendente esa calificación y que, con la crítica de G Roncagliolo nos deja en la duda de verla o no verla. Nos atreveremos a sufrir o entretenernos dos horas y diez?