¡Dónde están, por Dios!


El testimonio de un sobreviviente de la tragedia de Trujillo nos eriza la piel




“Escribo lo vivido, porque siento que es una forma de liberar la ansiedad que aún tengo”. 

Así empieza su post en Facebook el joven arquitecto Alfredo Beltrán, publicado el pasado 24 de febrero a las 2:10 de la madrugada. No podía conciliar el sueño y la causa estaba en las imágenes de lo vivido: cerraba los ojos y volvía a ese momento en que caminó a recoger la comida para su familia en el patio de comidas del Real Plaza de Trujillo y vio cómo el techo se desplomaba sobre la cabeza de su esposa y sus tres hijitos. 

“He visto el techo caer sobre mi familia”, prosigue él en un párrafo interminable, que no tiene puntos, ni comas, ni respiro ni alivio.

“Solo atiné a gritar que no era posible mis hijos nooooo, mi familia nooo”, así vociferaba Beltrán, mientras bordeaba el derrumbe tratando de encontrar un hueco, un túnel, una vía que lo ayudara a llegar hasta ellos. “Hice todo lo posible por meterme debajo de los escombros y tratar de llegar al centro del patio, donde posiblemente podía llegar a ver a mis niños, pero era imposible”, continúa su testimonio el joven arquitecto, pero la gente estaba atorada, y los que como él habían quedado fuera del derrumbe se esmeraban para sacar y socorrer a quienes tenían el techo sobre las cabezas. Con cada niño y cada adulto que salía reptando de entre los escombros, Alfredo Beltrán recobraba un poco la esperanza de que detrás salieran sus hijos y su esposa. Daba vueltas, ayudaba a los heridos y hacía lo indecible por encontrar un resquicio, un pasadizo, un salvoconducto hacia la vida. 

“Con cada niño que sacaba”, testimonia Beltrán, “tenía la esperanza de también sacar a mis hijos, habré dado tantas vueltas alrededor del patio tratando de ingresar por los pequeños espacios, pero estos pequeños espacios eran las salidas de las pobres personas que sufrían por salir”. Beltrán encontró a una mujer con las piernas atrapadas entre los fierros, a la que asistieron dos jóvenes venezolanos; también removió sillas, mesas rotas, pedazos de aluminio para tratar de liberar a quienes estaban con vida, pero una idea persistente lo acompañaba en su búsqueda: si no encontraba vivos a los suyos, no iba a poder seguir adelante, no tendría fuerzas para continuar con su existencia. Pidió ayuda a los curiosos que grababan con su celular, rogó a todo el que estuviera cerca para que lo ayudaran a levantar el desastre, se quebró, cayó de rodillas rogándole fuerzas a Dios, hasta que, luego de quince minutos que le parecieron una eternidad, recibió un mensaje de WhatsApp. Era de su esposa. Estaba atrapada bajo una mesa con dos de sus hijos. Cuando cayó la parte central de la cúpula, esta los había rodeado como una caja sin aplastarlos. Era cuestión de esperar las labores de rescate para volverlos a ver. Solo había un detalle que casi enloqueció a Alfredo: ¿dónde estaba Fabricio? 

El segundo de sus hijos había ido tras él cuando escuchó el estruendo que precedió a la caída, y no estaba bajo la mesa con su mamá y sus hermanos. ¿Dónde estaba su hijito?  

Alfredo corría desesperado gritando el nombre de Fabricio, preguntaba a los curiosos, a los que ayudaban, al poquísimo personal del mall que se había hecho presente. “He gritado tantas veces su nombre”, escribe Alfredo, “cada grito era de dolor de no verlo más sonriendo”.
Hasta que, por fin, un joven repartidor le avisó que había visto a un niño salir arrastrándose de entre los escombros. Estaba cerca de los baños y sí, era Fabricio: tenía el polo ensangrentado y una carita de susto que seguramente lo acompañará durante un buen tiempo, pero estaba vivo. 

Después de otros interminables treinta minutos, Alfredo Beltrán pudo abrazar a su esposa y a sus tres hijos. Hasta ahora, los niños se despiertan en la noche llamándolo a él, o a su mamá. Alfredo tampoco concilia el sueño con tranquilidad y no puede creer que estén todos juntos nuevamente. Su testimonio prosigue: “El miedo que sentí en ese momento es algo que jamás podré olvidar. Ver a mi familia en peligro y pensar que los había perdido me dejó marcado para siempre. JAMÁS VOLVERÉ A ESTAR LEJOS DE ELLOS…”  y lo escribe así, con mayúsculas, como para dejárselo en claro a quien le quiera prestar atención. 

Alfredo sabe que ha sido víctima de una negligencia, de la desidia de las autoridades que no fiscalizan, y de la dejadez de cierta empresa que no se esfuerza por cumplir con estándares básicos de seguridad. Como ocurre con más del 70 % de los peruanos, para Alfredo Beltrán ir a un centro comercial a pasar una tarde con sus hijos era una opción de esparcimiento segura. Les había prometido a sus pequeños que ese viernes irían a los juegos y a comer su comida favorita. Una promesa de esas es imposible de no cumplir: los niños cuentan los días cuando se trata de hacer algo que les encanta. Pero esa decisión, aparentemente tan simple, casi les cuesta la vida y la calma.

He leído con desconcierto cómo se señala a muchos padres de consumistas o alienados por preferir esas diversiones a otras más sanas y en espacios naturales, pero ¿hay acaso en las ciudades del Perú ofertas seguras y adecuadas de espacios públicos para ir en familia? ¿Hay parques bien diseñados, malecones con opción para que los chicos se diviertan, o plazas con infraestructura apropiada? Basta mirar a nuestro alrededor para saber que no. Todos los que hemos tenido niños pequeños sabemos que, ante la escasez de alternativas, los malls no solo se presentan como una buena opción, sino que a veces son la única.

Alfredo Beltrán no expuso a su familia. No hizo una elección irresponsable o frívola cuando decidió salir el viernes a pasear: eligió un esparcimiento que consideraba inofensivo y casi pierde a los suyos para siempre. Su testimonio es, quizás, la estampa más nítida de la sociedad que hemos terminado por construir.


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1 comentario

  1. Jorge

    No se puede hacer Oxford en Catanga; reza un antiguo aforismo en Derecho

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