¿Tienen sentido las normas que regulan el pelo de los escolares?
Hace unos días, a raíz del inicio del año escolar, un amigo compartió una noticia que analizaba legalmente si los colegios pueden prohibir o no el ingreso de alumnos con el pelo pintado (hago énfasis en la palabra “alumnos” porque, incluso en los colegios más estrictos, el pelo pintado de las y los profesores para esconder canas o iluminar la cabellera no parece ser un problema). Mi amigo acompañaba la noticia con su opinión: “Son niños y adolescentes descubriendo y explorando su individualismo. Déjenlos expresarse en paz. ¿Tener el pelo rosado afecta su proceso de aprendizaje? No. ¿Que los hombres usen pelo corto los vuelve eruditos? No. Dejen de perpetuar prácticas cavernícolas. Estamos en el 2024”.
Suscribo plenamente esta opinión, pero como a veces soy masoquista en mi consumo virtual, me metí a revisar los comentarios de la citada publicación. Si bien hay varios en su misma línea, otros se muestran en completo desacuerdo con argumentos que vale la pena revisar.
Una persona sostenía que “toda sociedad debe tener normas que respetar y lugares que fomenten ese respeto, la casa, el colegio, etc. Si dejamos al libre albedrío a jóvenes que aún no saben lo que quieren tendremos una sociedad que confunde libertad con libertinaje”. De acuerdo con el respeto a las normas, pero esas normas deben ser justas y razonables. También de acuerdo con que se debe evitar confundir libertad con libertinaje, pero justamente para ello es importante que desde pequeños se forme a las personas para que puedan usar su libre albedrío responsablemente. El respeto a prohibiciones absurdas hace un flaco favor a ese necesario esfuerzo.
Otra persona respondía diciendo: “Me imagino que no tienes idea de algunos valores que se han ido perdiendo en la sociedad: Respeto a las reglas y Disciplina. El respeto a las reglas, así no nos gusten, nos ayuda a que, por ejemplo, en el futuro no manejen vehículos en estado de ebriedad. Disciplina igual”. El respeto a las normas no se da en abstracto, sino como producto de una serie de valores aprendidos y entendidos en esos años formativos. Entendernos como individuos dentro de una sociedad es clave para la adecuada convivencia. Una persona no va a dejar de manejar ebria porque de chico le hicieron cumplir normas absurdas: va a dejar de hacerlo si entiende el sentido de la prohibición y el riesgo que significa para él y para los demás manejar en ese estado.
Había quien argumentaba esto: “Para un colegio decente con alumnos decentes toda la razón, pero no creo que sea ni el 20 % de colegios en el Perú, hablando del ambiente escolar usual aquí. Ceder un poco es darles rienda suelta a mil cosas más”. El comentario no aclara a qué se refiere con colegios y alumnos decentes, así que no especularé al respecto. Pero esta idea de que si se permite algo entonces pueden pasar otras cosas negativas —de las cuales no hay indicios o evidencia— suele ser la base de todas las prohibiciones irracionales en la sociedad. No permito que practiquen deportes en el parque porque puede que malogren las flores. No permito las ferias vecinales porque seguro la calle queda llena de basura. No dejo que mi hijo salga porque seguro se va a portar mal. ¿Evidencia? Ninguna. ¿Búsqueda de alternativas que no impliquen prohibición? Tampoco. Pura sospecha basada en el miedo a la libertad del otro, un sentimiento profundamente egoista y autoritario.
Otra persona respondió por su lado: “El uso del uniforme y reglas de cabello y demás son para evitar que los alumnos se jodan entre ellos por la marca de zapatos, precio de accesorios y demás. Los niños que no tienen para eso sufren bullying porque el niño con más dinero se viste mejor”. Esta idea de evitar situaciones de discriminación suena atendible y necesaria. Sin embargo, ¿el hecho de poner un uniforme y reglas respecto al pelo las evitará? Si se trata de evitar situaciones donde se pueda evidenciar esas diferencias, también deberían prohibir los cumpleaños infantiles, los regalos, los carros en los que van a recoger a los chicos a la salida, hablar de qué hicieron en las vacaciones, y un largo etcétera. ¿No sería mejor trabajar en el aula y con las familias para que esa discriminación no se dé cuando inevitablemente se noten las diferencias?
En el corazón de este debate subyace una cuestión fundamental sobre cómo equilibramos la expresión de la individualidad con la cohesión social dentro de nuestras instituciones educativas. Defender la libertad de los estudiantes para explorar y expresar su identidad, como el color y tamaño de su pelo, no solo es una cuestión de permitirles ser quienes son, sino también una oportunidad educativa invaluable para enseñar sobre la diversidad, la tolerancia y el respeto mutuo. La educación no se trata solo de inculcar conocimientos académicos, sino también de formar ciudadanos conscientes de sus derechos y responsabilidades dentro de una sociedad plural.
Por otro lado, el argumento a favor de la imposición de normas estrictas sobre la apariencia personal, a menudo justificado en nombre de la disciplina y la igualdad, merece una reflexión crítica. Es esencial preguntarnos si tales restricciones realmente sirven a los propósitos educativos más amplios, o si simplemente perpetúan una visión limitada que no respeta la diversidad de experiencias y expresiones individuales. Educar para la libertad implica enseñar a los jóvenes a navegar el mundo con respeto y empatía, reconociendo que la verdadera disciplina proviene de entender el impacto de nuestras acciones en los demás, no de la adhesión ciega a reglas arbitrarias. Al final, la educación debe ser un espacio que no solo tolere, sino celebre la variedad de formas en que los jóvenes eligen presentarse y participar en su mundo.
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