Defensores del absurdo, en todos lados


¿Qué tienen en en común dos políticos gringos y la fiscal de la Nación?


Hace algunos meses les conté la delirante historia de George Santos, un recién elegido congresista republicano en la Cámara de Representantes de Estados Unidos. Poco después de su elección, una investigación periodística reveló que Santos había fabricado gran parte de su historia personal en la campaña. Los medios de comunicación informaron que no había asistido a la Universidad de Nueva York ni trabajado en Goldman Sachs y Citigroup, como había dicho en su web oficial y en entrevistas. Además, había afirmado tener herencia judía, le dijo a los votantes que sus abuelos habían huido de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, y que su mamá había sido víctima de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Toda esta información era falsa.

Posteriormente, una investigación bipartidista del Congreso descubrió que Santos había usado casi US$ 4.000 en tratamientos de spa —bótox incluido—, que gastó más de US$ 4,000 en la tienda de lujo Hermes y realizó «compras menores» en OnlyFans, una plataforma en línea conocida por su contenido sexual. ¿El problema con esto? No lo hizo con su propio dinero, sino con el que había recibido de donaciones de campaña y que está sujeto a rígidas regulaciones legales. Estas revelaciones, incluidas en un informe demoledor del Comité de Ética de la Cámara de Representantes sobre el comportamiento de Santos, erosionaron el apoyo que aún tenía en su partido y que había permitido que continuara siendo parlamentario por varios meses desde estallado el escándalo. 

Finalmente, Santos fue echado esta semana del Congreso con una votación de 311 a favor y 114 en contra, convirtiéndose en el sexto representante en ser expulsado en toda la historia de la Cámara de Representantes de Estados Unidos. ¿Cómo se explica que con todas esas pruebas hubiera 114 congresistas en contra de su expulsión? Algunos pocos de ese grupo sostienen que la Cámara de Representantes no debería expulsar a sus miembros porque podría convertirse en un mal precedente utilizable para la persecución política (pese a que se necesita una alta votación de dos tercios para hacerlo). Pero la gran mayoría de los que votaron en contra lo hicieron por un hecho muy simple: Santos es de su mismo partido. “Será un mentiroso, pero es nuestro mentiroso”, podría ser una caricaturización que sintetice el argumento.

Mientras tanto, también en el Partido Republicano, empieza a calentar la campaña presidencial del 2024. Por ahora, las principales noticias vinculadas a uno de los candidatos con más posibilidades, el expresidente Donald Trump, están más vinculadas a la sección judicial de los diarios que a la de política. Trump enfrenta múltiples investigaciones y juicios, entre los que destacan denuncias de fraude tributario vinculado a sus empresas, falsificación de documentos para el pago irregular a una actriz porno, manejo inadecuado de documentos clasificados del gobierno, intentos de revertir ilegalmente los resultados electorales, etc. Como señala The Atlantic: “Hasta hace poco, la idea de que un expresidente o un candidato presidencial de un gran partido enfrentara serios problemas legales era casi impensable. Hoy en día, simplemente llevar un registro de los numerosos casos contra Donald Trump requiere un título en derecho, una gran atención, o ambos”. 

Lo sorprendente del caso es que estos embrollos judiciales no parecen afectar a Trump. Es el favorito —de lejos— en las primarias republicanas y, según todas las encuestas, será un contendor muy competitivo contra Joe Biden en las elecciones generales. La idea de que volverá a la Casa Blanca no es descabellada, pese a todo. El propio Trump lo sabe. Siempre lo supo. Al inicio de su campaña anterior, en un arranque de sinceridad, declaró: “Puedo pararme en medio de la Quinta Avenida y dispararle a alguien, y no perdería ningún votante, ¿okay?… Es, como, increíble”. Trump conoce bien a sus electores.

El nivel de sectarismo y fanatismo que vemos en los casos de Santos y Trump no son patrimonio exclusivo de los republicanos. Ni siquiera de la política estadounidense. Si no, analicemos lo que viene sucediendo en el Perú. El ejemplo más reciente es el preocupante caso de la fiscal de la Nación, Patricia Benavides, que ha mostrado acciones concretas que pueden considerarse obstrucción de la justicia, como la remoción de la fiscal que la investigaba. La reacción de sus defensores ha sido mayoritariamente sectaria, dividiendo la cancha entre “caviares” y “anticaviares”, y dejando de lado la evidencia para insistir en su inaceptable permanencia en el cargo. 

Un aspecto fundamental de cualquier democracia es el control del poder, tanto dentro del Estado (balance de poderes) como desde fuera (accountability y rendición de cuentas). El sectarismo y el fanatismo ignora el escrutinio al que deben someterse las autoridades, relativiza las responsabilidades y busca eliminar las consecuencias legales y políticas que deberían de existir cuando ocurre alguna inconducta. Ese clima tóxico favorece la impunidad y perjudica el normal funcionamiento de las instituciones. 

En el caso de Estados Unidos, las instituciones fuertes de una democracia consolidada han logrado sobrevivir a estos embates. En el futuro próximo, ¿podremos decir lo mismo de una democracia débil como la nuestra?


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2 comentarios

  1. Sylvia Martijena Godoy

    Excelente, como siempre son todas tus publicaciones. Muchas gracias.

  2. En concreto somos una democracia de «régimen hibrido» y camino acelerado hacia el autoritarismo.
    Sigamos el ejemplo de Diógenes que caminó Atenas buscando un hombre honesto…

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