Pronto tendremos que rezarle a Terminator.
Como muchas otras personas, el 19 de julio de este año me dirigí temprano al aeropuerto, lista para tomar un avión, algo que hago con suficiente frecuencia como para no pensar mucho en ello. Caí en cuenta que ese día las cosas no iban muy bien tan pronto como llegué: la cola de la aerolínea con la que pensaba viajar daba la vuelta por toda la terminal y el bullicio y el caos reinaban en el recinto.
Las noticias que me llegaron al teléfono confirmaron que gran parte del mundo estaba paralizado porque numerosas computadoras habían amanecido con un problema en el sistema y habían revertido a la pantalla azul, también conocida por sus siglas en inglés, BSOD, o blue screen of death –«la pantalla azul de la muerte»—. Sucede que cuando los ordenadores descienden a este nivel cero, todo está perdido y se debe reiniciar el sistema de manera manual, es decir, básicamente lo que todos hacemos en casa: apagar y prender el aparato para que comience de nuevo.
El problema viene cuando esto se tiene que hacer en cientos de miles de computadoras y cuando las computadoras manejan tantos aspectos de nuestras vidas diarias. Más de un noticiero matutino no pudo salir al aire porque no contaban con un sistema manual al cual revertir cuando las computadoras se negaron a funcionar. Dentro de los hospitales se dieron situaciones muy variadas: en algunos, los sistemas paralelos de emergencia respondieron con eficacia, porque como se trabaja con escenarios tan críticos, las vías alternativas están preparadas para tomar el relevo cuando falla la principal. En otros hospitales, como reflejó la prensa, el personal hubo de regresar al uso confiable del papel y el lápiz, para asegurarse de que las operaciones más peliagudas no se vieran afectadas por posibles fallas.
De igual modo, en los aeropuertos asistimos a panoramas de todos los colores. Algunas aerolíneas siguieron el ejemplo de muchos hospitales y lograron embarcar a sus pasajeros utilizando los procedimientos manuales de toda la vida. Pero esto solo fue posible para quienes viajaban a lugares donde no dependieran de una infraestructura también comprometida. Los Estados Unidos, sin ir más lejos, resultaron mucho más afectados que otros países. Todas sus aerolíneas se vieron forzadas a dejar de operar porque los sistemas para procesar las visas y el flujo de migración se mantuvieron cerrados por horas. Esto fue lo que ocurrió con la aerolínea en la que yo debía viajar. Los aviones estaban listos, el personal de tierra y de vuelo preparados, la posibilidad de hacer el chequeo manual también existía… pero no había forma de mandarnos a los Estados Unidos.
Así transcurrieron diez horas que pasamos esperando a que llegara una solución. Nos sentamos en el piso, nos proporcionaron agua y asimismo un poco de dinero —transferido en formato electrónico al teléfono— para comprar comida como compensación, y nos pidieron que tuviéramos paciencia, que estaban haciendo todo lo que podían. Poco a poco nos hicimos amigos con los compañeros de la cola, nos prestamos los cables para cargar los teléfonos, compartimos los dos tristes enchufes para que todos tuvieran su turno, nos comenzamos a contar un poco de nuestras vidas y seguimos esperando. Algunos viajeros perdieron la paciencia y se desquitaron con los encargados de la aerolínea, pero fueron pocos; la mayoría teníamos claro que no era culpa de ellos y que sinceramente querían ayudarnos y no podían.
De pronto, con este simple incidente afrontamos la evidencia de que las computadoras dominan demasiados de los sistemas fundamentales de nuestra sociedad y que cumplen un papel tan preeminente que ya ni siquiera lo vemos o lo sentimos, hasta por supuesto cuando les llega la hora de fallar. Quienes somos un poco mayores nos acordamos del terror que se vivió al acercarnos al año 2000, cuando se pensó que podría desatarse un colapso tecnológico como el que acabamos de sufrir, debido a que muchos de los sistemas se habían desarrollado con solo dos dígitos finales para marcar los años: el pánico a que las computadoras fallaran cuando tuvieran que pasar del 99 al 00 fue notable.
El gran terror —bautizado en ese momento como Y2K— no llegó a materializarse. En gran parte porque se llevó a cabo un tremendo esfuerzo preventivo para modificar los sistemas y hacerlos compatibles con el año 2000, pero también porque en ese momento no dependíamos de las máquinas de manera tan total y acuciante como ahora. La línea aérea con la que viajaba no dispone de teléfonos a los que llamar: todo es automatizado, no hay humanos del otro lado. Pero en el aeropuerto sí hay todavía personas, que buscaban ayudar y no podían.
Con el paso de las horas, cuando los sistemas fueron reviviendo al ser reiniciados manualmente —algunos tuvieron que pasar por el proceso de ser apagados y prendidos hasta unas quince veces—, empezamos todos a entender mejor qué era lo que había sucedido. No se trataba de un ataque cibernético, sino de una falla humana bastante simple, relacionada con un programa antivirus que no resultó compatible con la mayoría de los sistemas con los que se encontró. El debate sobre si esto fue fruto de una casualidad o no prosigue en internet y seguramente se prolongará por mucho tiempo, pero la compañía responsable del error ya ha perdido millones en la bolsa de valores. Uno de los servicios que también se vio interrumpido ayer, por cierto.
Todo este caos inesperado nos lleva a reconsiderar unas cuantas cosas: por un lado, debemos darnos cuenta de que en realidad las máquinas realizan ya muchos de los procesos más básicos, pero estamos tan acostumbrados a su injerencia que solo las echamos de menos en su ausencia o si funcionan mal; por otro, que los errores humanos siguen siendo relevantes y pueden tener consecuencias trascendentes; y, finalmente, que son las personas las que importan.
Ayer no logré viajar porque, tras la ansiada resurrección de los sistemas, ya habían «volado» tantas horas de retraso que la tripulación encargada de nuestro viaje no estaba en condiciones de ejecutarlo. Así que, después de intentarse infructuosamente conseguir reemplazos de carne y hueso, nos tuvimos que quedar en tierra.
Espero poder embarcarme hoy, si las Máquinas quieren.
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