Crimen y castigo


Sobre la culpa como condición existencial y una paliza que persigo desde siempre


Por un lado estaba la culpa. Imprecisa, caprichosa, ambivalente. Aparecía en los momentos más inoportunos. En la infancia, los domingos, cerca de las diez de la noche, cuando después de rezar durante una hora, rogándole a mi dios que permitiera que me quedase dormido, sin éxito, me acercaba con la cola entre las piernas al cuarto de mis viejos para confesar que no había hecho ninguna de las tareas escolares pendientes para el día siguiente, que había mentido dos días atrás, el viernes, por irme a jugar, a comenzar cuanto antes el fin de semana, una catástrofe que los tenía locos porque se repetía todas las semanas, cada domingo a las diez de la noche, casi como un chiste de sitcom que en la realidad se traducía en mucho llanto, mucho moco y el problema de dónde conseguir las cartulinas, las láminas, los libros, todo a una hora en la que comprar cualquiera de ellos era inviable.

En cierta medida, sí que se había convertido en un chiste. Escuché a mi viejo contárselo a otro papá del colegio después de un partido del campeonato de fútbol para padres de familia al que siempre yo lo acompañaba, uno de esos domingos por la mañana: «Ahorita se divierte, pero más tarde va a venir al cuarto llorando porque no ha hecho la tarea y no puede dormir».

Se reía él, me reía yo, se reía el otro papá, que desde su orilla sumaba un poco de dignidad a mi drama: «Al menos a ti te avisa. Yo recién al final del bimestre me entero por la libreta que Paul no ha hecho ninguna tarea». 

Mi sueño era ser como Paul. Aparecer los lunes en el colegio con las manos vacías, resolver en el momento, dar alguna excusa, mentir, abrazar el jalado sin demasiada preocupación.

No podía.

Por otro lado estaban los hechos, los actos, los crímenes. Infantiles, juveniles, inofensivos. No hacer la tarea del fin de semana, pero también romper por casualidad un juguete ajeno, perder el lapicero que me habían prestado, esconder una mala nota. Más adelante, cuando el cuerpo y la mente comenzaron a cambiar con aceleración: los asuntos onanistas, el pucho y el trago, los retornos de madrugada, de puntitas en la oscuridad. 

Tantas cosas que hacíamos tantos de nosotros a escondidas.

Parecía lógico pensar que se condecían. Primero, la tarea no hecha; después, la culpa intolerable. Primero, el olor a cigarro en el pelo y la ropa; después, la angustia por no saber cómo regresar impecable a casa. Los actos cuestionables provocaban la culpa, la angustia, la paranoia. Si conseguía dejar de hacerlos, viviría tranquilo, sin miedo al ojo que todo lo observa.

Viví demasiados años sujeto a esa certeza. Y ante la prueba irrefutable de que me era imposible no portarme mal, condenado a visitar el confesionario cada semana. Luego, al tiempo que Jesús comenzaba a no significar nada, hundiéndome en la confusión, sin ser capaz de entender si acaso era un buen o un mal chico, eventualmente encallando en sesiones de terapia en las que mis psicoterapeutas acababan cansados de repetirme: «No soy un cura, no soy tu viejo. Conmigo no tienes que confesarte».

Tarde, demasiado tarde, encontré una cita de Freud que me sacudió:

«Mucho nos ha sorprendido hallar que el incremento de este sentimiento inconsciente de culpabilidad puede hacer del individuo un criminal. Pero se trata de un hecho indudable. En muchos criminales, sobre todo en los jóvenes, hemos descubierto un intenso sentimiento de culpabilidad que existía ya antes de la comisión del delito, y no era, por tanto, una consecuencia del mismo, sino su motivo, como si para el sujeto hubiera constituido un alivio poder enlazar dicho sentimiento inconsciente de culpabilidad con algo real y actual». (1)

Y entonces se me ocurrió que quizás había entendido las cosas mal.

Pensé en la sensación que me inunda cada vez que entro a una tienda o a un supermercado. El pánico a que alguien crea que vengo a robar. Tomo los productos con mucha claridad, los llevo a la caja muy visibles en mis manos, casi mostrándole a los dueños y a los agentes de seguridad que de verdad he venido a comprar, que nunca se me ocurriría meterme algo en los bolsillos.

Por años, me fue obvio que aquella culpa nacía de cuando en Cusco, hace más de diez años, fui atrapado robando una mantequilla y una huancaína. Vivíamos ocho personas en un depa de dos cuartos. Se nos había acabado la plata pero no queríamos regresar a Lima. Hicimos una lista de compras y fuimos al supermercado Orión que hay al frente del Mercado San Pedro. Ante todo, era una travesura. Mis amigos eran diestros para meterse golosinas en la casaca. Lo hacían casi por divertirse. Si acaso los habían atrapado alguna vez, siempre había bastado con devolver el producto, pedir perdón y desaparecer cuanto antes. No imaginé que lo que me pasó podía pasar. Cuando me agarraron —absolutamente solo; los de mi grupo hacía rato que habían escapado con sus botines—, fui llevado a una oficina donde me golpearon. Primero fue turno de la administradora del local, que me clavó las uñas en la cara después de darme una docena de cachetadas. Luego, turno del policía que llamaron para que pusiera orden, lo cual fue entendido por él como un pase libre para agarrarme a macanazos. Tras cuarenta y cinco minutos de violencia y caos, finalmente permitieron que me fuera, no sin antes tirarme encima dos baldes de agua con lejía que me dejaron parcialmente ciego durante los siguientes cuatro días.

Anticipando que la experiencia podía marcarme sino la reemplazaba por un recuerdo triunfal, lo intenté otra vez una semana más tarde, en una bodega cerca a la plaza. Acabé corriendo entre las calles, a más de tres mil metros de altura, con el dueño pisándome la sombra por quince cuadras.

Entonces, claro: la experiencia me marcó. Jamás me atreví a robar de nuevo. Siento las miradas sobre mí apenas ingreso a un establecimiento que venda cosas.

En cualquier caso, así lo entendí por mucho tiempo.

Después de leer a Freud —mejor dicho, aquella cita que a lo mejor saqué de contexto—, pensé en una alternativa distinta. 

¿Qué tal si yo ya venía marcado? ¿Qué tal si la culpa había sido para mí una condición de existencia y no tanto una consecuencia por mis malos actos? ¿Qué tal si esas veces en Cusco me atraparon justamente porque mi cara ya estaba atravesada por la culpa, aquel espanto deformador?

Y sigo:

¿Qué tal si lo que yo pedía, al entrar a robar en un supermercado de la manera más evidente, en grupo de ocho, un lunes a mediodía, con los pasillos completamente vacíos, era que alguien al fin me propinara el castigo que tanto sentí merecer desde que tengo conciencia de estar vivo? ¿Qué vino antes, el robo o el deseo de una paliza?

P. D.: Termino de escribir y caigo en cuenta de que hace apenas unos días mi colega Olga Montero, escritora y psicoanalista, presentó su más reciente novela: Culpa. Las dudas sobre qué vino primero retornan. ¿Fue acaso una coincidencia, la sincronicidad junguiana, o fue la noticia de su lanzamiento lo que inspiró, a través de un conducto inconsciente, la escritura de este artículo? Lo único seguro son las ganas de leerla.


(1) Freud, Sigmund (1923). El yo y el ello.


¡Suscríbete a Jugo haciendo click en el botón de abajo!

Contamos contigo para no desenchufar la licuadora.

5 comentarios

  1. César Roncagliolo Ceruti

    Lo del robo no se hasta que punto fue verdad, pero la pesadilla y llantos de todos los domingo si lo fue.
    Besos, tú papá

  2. César Roncagliolo Ceruti

    Lo del robo no se hasta que punto fue verdad, pero la pesadilla y llantos de todos los domingo si lo fue.
    Besos, tú papá

    • Giacomo Roncagliolo

      Jajaja ¡Te acuerdas! Todo demasiado real. ¡Besos, Pa!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

diez − cuatro =

Volver arriba