Juguemos a los epitafios


Un ingenioso recurso literario que puede servir para evaluar nuestra sociedad 


En un taller de escritura con la narradora argentina Dolores Reyes conozco a Edgard Lee Masters, un poeta, escritor y abogado estadounidense que vivió entre 1868 y 1950. Edgard es un tipo de personaje que aparece cada cierto tiempo en la literatura: un afanoso, metódico e incansable escritor que publica obra tras obra buscando la fama y el reconocimiento. A lo largo de su vida este señor escribió una docena de poemarios, decenas de novelas, libros de ensayos, biografías, estudios y disertaciones sin que la fama lo rozara levemente. Sus libros no merecían la atención de la crítica ni de los lectores, y caían rápidamente en el olvido. Hasta que un día, como jugando, decidió escribir Antología de Spoon River (1915), un curioso libro que reúne 250 epitafios de los vecinos de un pequeño pueblo. Me explico: Spoon River en realidad no existe, es una localidad creada por Lee Masters, quien la dotó de vida a través de sus muertos. Los epitafios escritos en forma de monólogo, en verso libre, nos van narrando la vida, la muerte y las desventuras del pequeño poblado, como otros tantos que existían en esa época. 

El objetivo de Edgard Lee Master era denunciar la doble moral de su época, el conservadurismo y el puritanismo a través de estos breves ensayos de muerte. Así, en ese enjambre de últimas palabras, desfilan la maestra del pueblo confesando su pecaminoso amor por uno de sus alumnos; está la prostituta que deja mal parados a todos sus clientes, la mujer que denuncia el maltrato del que fue víctima por parte de su marido, o el borrachín del pueblo que se burla de quienes lo despreciaron. Los textos, ágiles e ingeniosos, van tejiendo la historia de una sociedad y plasman una manera de ver el mundo. Como los personajes están muertos, no hay manera de que queden mal con nadie: los mensajes están cargados de una desfachatez y de una agudeza deliciosas. 

Como suele ocurrir en estos casos, no todos los personajes salieron de la imaginación de Lee Masters. Para algunos epitafios se inspiró en las historias de sus vecinos, de la gente que lo rodeaba y que vivía sus pequeñas vidas lo mejor que podía. Esto le agregó al ya ingenioso libro una dosis de morbo necesaria para convertirlo en un best seller. En su primer año de publicación tuvo 19 ediciones y hoy es, con todo derecho, uno de los grandes clásicos de la literatura norteamericana. 

Desde que conocí a este autor y me zambullí en su Antología no he dejado de pensar en la genialidad del recurso de describir una sociedad a partir de epitafios. Se supone que esas son las palabras con las que esperamos que nos recuerden. Esas breves líneas deberían resumir la esencia de una vida larga. Deberían ensalzar nuestros aciertos y señalar nuestros aportes a la sociedad. El ejercicio, entonces, se presenta casi como un imperativo. ¿Qué debería decir el epitafio de Dina Boluarte?  Tal vez algo como: “Aquí yace la mujer que en menos de un mes de gobierno mató a 50 peruanos y nunca pidió disculpas”. ¿Y el de César Acuña?: “Acá descansa un hombre que hizo de la ignorancia un estandarte”. El de Alejandro Toledo: “El que aquí descansa, chupó, gobernó, robó y lo chaparon”. ¿Y qué tal si ensayamos uno que le calce a la gran mayoría de  nuestros congresistas? Aquí va: “Esta es la última morada de quien se sirvió del poder para enriquecerse”.

No tengo la genialidad de Lee Masters y estoy segura de que ustedes en sus comentarios aportarán epitafios mucho más ingeniosos. Pero una cosa me queda clara de este ejercicio entre crítico y lúdico: si no nos esforzamos en vida por tener una existencia mínimamente consecuente y fiel a principios que ponen el bien común sobre el beneficio individual, el día que ya no estemos acá seremos recordados por nuestras miserias o, en el mejor de los casos, seremos profundamente olvidados. 


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1 comentario

  1. Ignacio Florez

    Excelente. El final me está me sacudió.

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