¿Cómo sobrellevamos los terapeutas nuestro trabajo?


Estrategias para estar cubiertos y poder ayudar a quienes nos necesitan


Martin de Aubeyzon es psicólogo clínico con especialidad en Psicoterapia Psicoanalítica. Magíster en Administración Pública por la Universidad de Columbia de Nueva York. Tiene más de nueve años de experiencia como psicoterapeuta y diseñando e implementando programas de salud mental en beneficio de poblaciones en situación vulnerable a través de diversas organizaciones sociales y públicas.


La pregunta del título es una que recibo frecuentemente en consulta y que pocas veces respondo directamente. El rol que cumplimos como terapeutas nos exige intentar ver más allá de lo explícito: tratar de explorar las sensaciones, emociones o ideas que pueden estar detrás de lo que plantea el paciente.

En ese sentido, ante esta pregunta, en vez de pensar en respuestas, me surgen otras preguntas. Pienso en las dudas, ansiedades, cuestionamientos que debe tener la persona acerca de atenderse conmigo: “¿Podré yo cuidarla como necesita? ¿Será demasiada carga para mí escucharla? ¿Seré capaz de recibir todo lo que me diga sin rechazo?”.

Al planteárselas al paciente, busco abrir un espacio de exploración a un nivel más profundo y amplio. En eso se basa el trabajo terapéutico, en una búsqueda continua por profundizar y así poner el foco en el mundo interno del paciente. Es así como facilitamos un mayor autoconocimiento, el fin último de cualquier psicoterapia.

Sin embargo, tomando las libertades que me permite la escritura, intentaré aquí brindar una respuesta a esta recurrente duda. Cabe señalar que lo hago desde mi experiencia, y que, entre terapeutas, varían las maneras de sobrellevar la carga del trabajo que realizamos. En última instancia, depende de la experiencia personal y la manera en que cada quien lleva su propia práctica.

Empecé mi carrera trabajando como interno de psicología en Neoplásicas y fue una de las experiencias más difíciles que me ha tocado vivir. Sufrimiento, dolor y muerte eran mi día a día. El impacto que tuvo en mí fue brutal. Estaba mental y emocionalmente agotado. Mi vida personal dejó de existir. Me dedicaba a dormir. 

No solo me sobrecogía el sufrimiento de mis pacientes, sino también la culpa por vivir una vida radicalmente distinta a la de ellos. Mientras ellos convivían con la angustia e incertidumbre que generaba la enfermedad y la pobreza, yo vivía físicamente sano y en abundancia. No tenía ni las energías, ni el deseo de hacer vida propia: “¿Cómo voy a disfrutar de la vida cuando hay tantas personas alrededor mío sufriendo día a día?”.

Lo único que me mantenía andando era mi firme convicción de querer ayudar a las personas que atendía en el hospital. Sin embargo, mi capacidad para ayudar también se vio afectada. Llegaba tarde a mi turno de trabajo, mi disposición a empatizar era cada vez más limitada, visitar pacientes hospitalizados se hacía más y más pesado. 

Todo lo que hice por solidarizarme con mis pacientes terminó por empobrecer mi trabajo. Reflexioné. Me di cuenta de que la principal herramienta de trabajo de un psicólogo es uno mismo, en cuerpo y mente, y por tanto es necesario cuidarla. Surgió entonces una frase que me acompaña hasta el día de hoy: “Si yo no estoy bien, no puedo ayudar a otros”.

Por ello, aquí comparto las lecciones principales que aprendí y que, como profesionales de la psicología, debemos adherir a nuestra práctica:

Dejar el trabajo en el trabajo. Un psicólogo acompaña en todo el sentido de la palabra a sus pacientes; en la alegría, la preocupación, la tristeza, la ansiedad, la incertidumbre, el sufrimiento. A la vez, debe desarrollar la capacidad para desconectarse cuando acaba la sesión. Estar cuando se requiere y no estar cuando no. Es vital lograr separar la vida profesional y la personal para mantenernos mental y emocionalmente disponibles para todas las personas que atendemos.

Es un trabajo individual, pero no se debe llevar en soledad. No siempre es fácil desconectarse. Hay personas que demandan a tal nivel, que sobrepasan nuestra capacidad de desconexión. Casos complicados o extremos que probablemente “nos llevaremos a casa”. Para este tipo de situaciones solicitamos ayuda dentro de nuestras redes de trabajo. Buscar colegas que nos brinden distintas perspectivas del caso, o apoyarnos en el conocimiento de un o una terapeuta experimentada, brinda nuevas luces o caminos al tratamiento. La ayuda que ofrece compartir nuestros casos —siempre protegiendo la identidad de nuestros pacientes—, amplía nuestra visión del caso, favorece un mejor acompañamiento y reduce las angustias o preocupaciones que surgen en nosotros.

Llevar terapia propia es fundamental. No solo sirve como espacio de descarga de nuestro trabajo. Es fundamental conocernos ampliamente, en nuestras distintas facetas y rasgos. Familiarizarnos con nuestros aspectos más insanos o carentes nos ayuda a reaccionar con calma, incluso ante situaciones sumamente críticas o psicóticas. Mientras más nos conocemos, mejor llevamos el trabajo con nuestros pacientes y con nosotros mismos.

Establecer límites que respondan a mis capacidades. Cada terapeuta se va conociendo conforme va adquiriendo mayor experiencia. Con base en esto, va construyendo la manera de cómo manejar su propia práctica; los tipos de casos que acepta y no acepta, la cantidad de personas que atiende por día, normas para las sesiones —por ejemplo, no permitir que un paciente llegue alcoholizado o intoxicado a la cita—, descansos entre sesiones, etc. De esta manera vamos construyendo un ambiente de trabajo que nos protege, tomando en consideración nuestras capacidades y nuestros límites.

Por último, y en relación con todo lo anterior, ponerme a mí primero, no es egoísta: es indispensable. Desconectarnos al terminar la sesión, no tomar ciertos casos, establecer un límite de paciente diarios: todo se construye pensando en cuidar nuestra herramienta de trabajo. Protegernos es proteger a nuestros pacientes. Nos ponemos primero por respeto a las personas que acompañamos y por el sincero deseo de ayudarlas a dejar de sufrir.


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