Bien harían nuestros vecinos del norte en aprender la lección de nuestro vecino del sur
El presidente de Colombia, Gustavo Petro, ha soltado la semana pasada el globo de ensayo de una asamblea constituyente. Esto se da en medio de la frustración social con su gobierno por el poco avance en las reformas estructurales que prometió en campaña. La Constitución que buscaría reemplazar Petro es una que no ha sido cuestionada políticamente en los casi 33 años de existencia y cuyo origen se encuentra en un impulso ciudadano para mejorar la democracia colombiana. A todas luces, el intento de Petro lo que busca es generar oxígeno político a un gobierno desgastado, que se va quedando sin planes de acción.
Una consecuencia concreta de esta “fiebre constituyente” por parte de Petro en Colombia es que el tema volverá a ser debatido en el Perú. Hay quienes encuentran en una asamblea constituyente la salida a todos los males, pero considero que el remedio puede resultar peor que la enfermedad.
En tiempos de crisis política, la idea de convocar a una asamblea constituyente para redactar una nueva Constitución puede parecer, a primera vista, una ruta hacia la renovación y la reforma. Sin embargo, este enfoque alberga riesgos significativos que podrían, en lugar de unificar, profundizar aún más las divisiones existentes.
Una Constitución es mucho más que un conjunto de reglas y procedimientos; es la expresión de un consenso fundamental sobre cómo se debe gobernar una sociedad, reflejando valores y principios compartidos. Es crucial para la estabilidad política, ya que proporciona un marco que limita el poder y establece las reglas del juego.
Cambiar este marco radicalmente y en un corto periodo, especialmente bajo condiciones de aguda polarización, es arriesgado. Existe el peligro real de que el proceso constituyente no refleje una visión equilibrada de la sociedad, sino que termine siendo secuestrado por el sector más organizado, vociferante o poderoso en ese momento crítico. O que termine reflejando la popularidad o impopularidad del gobernante de turno, pues estas votaciones suelen personificarse en el corto plazo, dejando de lado sus profundas implicancias para el mediano y largo plazo de un país.
La experiencia de Chile en los últimos años ofrece un claro ejemplo de estos peligros. El país sudamericano, reconocido por su estabilidad política y progreso económico, se embarcó en un ambicioso proceso para reemplazar su Constitución. Sin embargo, este esfuerzo reveló profundas divisiones dentro de la sociedad chilena. El primer intento de redactar una nueva Constitución —realizado durante el gobierno de un presidente impopular de derecha— fue criticado por inclinarse demasiado hacia la izquierda, alienando a grandes sectores de la población y siendo finalmente rechazado en un referéndum. Un segundo intento —donde los responsables fueron elegidos durante el gobierno de un presidente impopular de izquierda— sufrió un destino similar, esta vez por percibirse como demasiado a la derecha. Estos fracasos subrayan cómo la polarización puede llevar a propuestas constitucionales que no logran capturar el espíritu de consenso necesario para una ley fundamental.
Además, el proceso de redacción de una nueva Constitución en tiempos de polarización puede intensificar las divisiones existentes, al convertir cada artículo en un campo de batalla entre visiones opuestas que se instalan en el cortísimo plazo. Esto no solo dificulta la creación de un documento que cuente con el amplio apoyo necesario para su legitimidad y permanencia, sino que también puede desviar la atención y los recursos de problemas urgentes y tangibles que requieren solución.
¿Esto quiere decir que la actual Constitución no debe ser reformada? No, todo lo contrario: resulta crítico para nuestra democracia que se realicen reformas específicas, como aquellas relacionadas al balance de poderes.
La propia Constitución establece los mecanismos para su reforma, a través del Congreso, y con participación o no de la ciudadanía en un referéndum. Claramente, resulta poco realista esperar que el Congreso actual realice una reforma motivada en el interés público. Las agrupaciones políticas que compitan en las próximas elecciones deberán comunicar a la población sus intenciones de reforma constitucional, sus motivaciones y el método que proponen para llevarla a cabo. Y de los electores dependerá que logremos tener un Congreso capaz de asumir un desafío de tal magnitud.
¡Suscríbete a Jugo y espía EN VIVO cómo se tramó este artículo!
Nuestros suscriptores por 6 meses pueden entrar por Zoom a nuestras nutritivas —y divertidas— reuniones editoriales. Suscríbete haciendo clic en el botón de abajo.
Elogio su comentario. Nuestra sociedad peruana cree -ingenuamente- que una Constitución es la llave «mágica» que transforma sociedades. Pero son inútiles los «sistemas» cuando son regidos por gente inepta/corrupta en cargos de alta responsabilidad.
Mis canas me permiten recordar cómo la Constitución de 1979, aprobada en un momento de euforia democrática y de ansias de cambio social, no pudo impedir el deterioro económico-político del Perú durante el periodo 1980-1992: de poco sirve una Constitución avanzada si los políticos no actúan para impedir la degradación. La avanzada y progresista Constitución alemana de 1919 fue inútil para detener al nazismo en 1933… por culpa de quienes rehusaron aprovecharla y gastaron tiempo en cuestiones estériles.
Hace poco Chile estuvo cerca de aprobar una nueva Constitución mucho más «extrema» de lo que jamás pensaron los líderes del estallido del 2019. Dice usted muy bien que una Constitución es un consenso social, no la «carta de triunfo» del partido X o del partido Z… Imaginemos hoy qué clase de Constitución podría aprobar el actual Congreso peruano si se transforma en Asamblea Constituyente. De terror.