Recordar no debe ser volver a vivir (esto no es una publicidad)
Alejandro Neyra es escritor y diplomático peruano. Ha sido director de la Biblioteca Nacional, ministro de Cultura, y ha desempeñado funciones diplomáticas ante Naciones Unidas en Ginebra y la Embajada del Perú en Chile. Es autor de los libros Peruanos Ilustres, Peruvians do it better, Peruanas Ilustres, Historia (o)culta del Perú, Biblioteca Peruana, Peruanos de ficción, Traiciones Peruanas, entre otros. Ha ganado el Premio Copé de Novela 2019 con Mi monstruo sagrado y es autor de la celebrada y premiada saga de novelas CIA Perú.
Hace más de doce años, mientras estudiaba en Washington DC —la misma ciudad donde vivo y trabajo ahora también—, un colega me recomendó leer una columna que entonces publicaba el blog “El Hablador” dedicada a pillar personajes peruanos en ficciones de distintos formatos (lo que originó en mí una afición casi obsesiva). Así conocí el libro Chasse a l’homme au Pérou (Caza al hombre en el Perú) de Gerard de Villiers, una historia de espías ambientada en nuestro país durante 1985, en la que el noble espía Malko Linge debía cumplir una misión casi imposible: capturar a Abimael Guzmán. No supe entonces que su lectura terminaría provocando que yo mismo escribiera una saga de cuatro novelas que dentro de pocos días saldrá a la luz en una edición corregida y aumentada (con el tomo correspondiente al año 1992) que será presentada en la Feria Internacional del Libro de Lima.
La lectura me hizo pensar cómo habría sido la vida de un espía real —es decir, un hombre de inteligencia, no un noble ni un héroe al estilo de James Bond— en aquel 1985. El asunto me permitió desatar los nudos de mi memoria y dejar libre, con un poco de imaginación, la historia de Malko Linge enfrentándose a los demonios de un país que estaba sumido en una crisis política y económica que no haría sino empeorar en los años siguientes. No es que la versión de Gerard de Villiers distara mucho de la realidad, de hecho, lo que más me sorprendió de la lectura fue que se tratara de una novela tan bien ambientada, y es que —luego me enteraría de eso— el autor vivió unas semanas en Lima, donde absorbió parte del humor de la época, e incluso tuvo una colaboración en el novísimo diario La República, donde se publicaría la novela en español y por entregas, en fascículos coleccionables.
Lo que realmente hizo aquella novela y el proceso de escribir la mía propia fue desencadenar una serie de recuerdos de mi niñez, en aquellos años en que era bastante consciente de que el terrorismo causaba muertes en el Perú —el papá de un vecino amigo, policía él, fue asesinado en una emboscada en los Andes, aunque esa es otra historia—. Como que algunos de los religiosos españoles del colegio La Salle que habían huido de la guerra civil española nos hacían pensar en lo terrible que era aquello y rezar por las víctimas de los atentados con coches bomba o de algunas matanzas en el interior, cuyos ecos llegaban amortiguados a la capital. A eso agregué muchas lecturas de cables desclasificados de la CIA que pude revisar; de libros escritos por gente que estudió el fenómeno de Sendero tratando de explicarlo (como Carlos Iván Degregori o Gonzalo Portocarrero, por ejemplo); la revisión de revistas y diarios de época; y, por supuesto, la visión melancólica de sketches cómicos de Risas y Salsa o especiales de Trampolín a la fama, Aló, Gisela, Nubeluz y otros éxitos de nuestra televisión de los ochenta y noventa que aún se pueden ver en YouTube.
Pero seguramente fueron incluso más los recuerdos (inagotables) que evoqué que llegan de los intersticios de mi memoria como niño y adolescente entre 1985 y 1992: colas inmensas en épocas de hiperinflación aprista para conseguir alimentos; leyendas de Alan saliendo en moto de Palacio y conquistando a las vedettes del momento; la aparición de un desconocido de origen japonés que se llevaría las elecciones en 1990 derrotando al escritor al que admiraba; el “que Dios nos ayude” del ministro de Economía del gobierno que había prometido no hacer ajustes y terminó dando un tremendo paquetazo; el autogolpe y el famoso “disolver” del Congreso; la aparición de una figura oscura como el “doctor Montesinos” y algunos psicosociales como la famosa virgen que lloraba (suceso que ocurrió, además, a pocas cuadras de mi casa); e incluso la purga de diplomáticos por “vagos y homosexuales” que se dio a fines de 1992. Fue con esos recuerdos que se empezó a construir cada una de las tres novelas que publiqué entre 2012 y 2017; y la última, que escribí entre la conmoción por el suicidio de Alan García y los meses iniciales de la pandemia, y que da pie a la cuarta parte de esta saga, ambientada ya no en 1985 o 1990, sino en el lejano pero tan recordado 1992.
Siento que, pese a que es una novela en cierto sentido política y de humor absurdo (¿quizá sean lo mismo?) pero también histórica —aunque, como siempre, debo recordar que los personajes, incluso los reales, son vistos de manera sardónica, que es algo que permite la ficción— es más actual que nunca. Estamos en un país ―y quizá en un mundo― en el que la verdad se pone en entredicho, en que la ligereza del juzgamiento del pasado nos obliga incluso a cuestionarnos sobre nuestros propios recuerdos: ¿es que no ocurrió aquello, no fueron 69 mil los muertos víctimas de una de las épocas más violentas y dolorosas de nuestra historia, no hubo violaciones a los derechos humanos, no lloró la virgen? Los míos los tengo claros aún, y quizá a algunos —desde que empecé a escribir esto pensé siempre en lectores jóvenes, que se puedan cuestionar sobre un Perú que no debe volver— la novela les ayude a recobrar la memoria o simplemente a darse cuenta de que ese espacio-tiempo histórico —para usar una frase que gustaba a un personaje de la novela— no debe repetirse. Porque en este caso no quiero que ese sea el Perú en que vivan mis hijas, que recordar no sea volver a vivir.
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