Alice Munro, neurocirujana


Diálogo real tras un escándalo que ensombrece la imagen de la nobel canadiense


El domingo 7 de julio me encontraba tumbado en mi cama, navegando por las redes, mientras que por un rincón del oído se me colaba una conversación entre Carol y Santiago. Mi novia siempre suele tener a la mano algún libro de Alice Munro como garantía de buena lectura y, esta vez, le leía a su hijo los primeros párrafos de un cuento suyo para que él pudiera entender por qué la nobel canadiense le gusta tanto.

—Quizá sea la traducción, mamá… —escuché que Santiago se disculpaba.

—Tal vez sea que es muy joven… —me comentó mi novia después, a solas, antes de ir a prepararse un té.

Y de pronto, como si a ambos nos hubieran colocado en medio de una ficción sensacionalista, mi teléfono me mostró una primicia del editor de opinión del Toronto Star —el periódico para el que Hemingway trabajara en la década de 1920— en la que el periodista decía sentirse triste por tener que entregarle a sus lectores el reciente testimonio de una hija de Alice Munro.

Cuando Carol regresó, me puse en plan enigmático.

—Te acabo de enviar algo —le dije.

—Pero hay que pagar una suscripción —se impacientó ella, con el título del reportaje quemándole las retinas. 

—Te lo cuento yo, entonces. 

Carol sorbió de su taza.

—Parece que Andrea, la hija de Alice Munro, fue abusada por el marido de su madre cuando tenía nueve años —consulté el nombre—. Un tal Gerald Fremlin… 

—Qué tal concha de su madre. 

—Tú lo has dicho.

—¿La niña vivía con ellos?

—No, vivía con su padre, Jim Munro, y con sus hermanos. 

—Entonces, ese Gerald la violó en una de las visitas a la madre.

—Exacto. La niña empezó a sufrir desde entonces migrañas, bulimia, insomnio… y recién se lo contó a la esposa de su padre un tiempo después. ¿Y sabes qué? El padre no hizo nada. 

—Otro concha de su madre.

—Recién cuando era una veinteañera, Andrea se animó a escribirle una larga carta a su madre. Y ahí sí, según Andrea, la Munro también la embarró: la acusó de conchabarse con su padre para arruinarle la felicidad y humillarla.

—Pucha.

—No sé bien cómo siguió la cosa inmediatamente después, creo que el tal Gerald amenazó a Andrea con acusarla de provocadora y rompehogares, como una Lolita maligna…

—¡Pero si era una niña!

—El caso es que cuando Andrea ya tenía casi cuarenta, en el año 2005, Alice Munro publicó en el New York Times un artículo donde llenaba de elogios a su marido…

—Al maldito…

—…y, ahí sí, la chica quemó. Andrea denunció al padrastro a la policía y a que no sabes: el Gerald ese se declaró culpable, pero solo le dieron dos años de libertad condicional. Parece que ya se le conocían otros casos.

—¿Y qué dijo Alice?

—Ahí está lo más triste. Dijo: “Me enteré muy tarde, ya estaba muy enamorada”.

Carol bajó la mirada. Le dio otro sorbo a su taza.

—Para mí —dijo al cabo mi novia—, la mirada de Alice Munro es casi científica: disecciona el alma, sus secretos y sus mezquindades, con una precisión quirúrgica…

—No exenta de ternura. 

—Es lo que iba a decir, y lo hace con ternura. Me impresiona cómo puede entregarnos la complejidad humana con tanta transparencia y sin juicios morales. De hecho, esto que me cuentas bien podría haber sido un cuento escrito por ella.

—Alucina que Joyce Carol Oates ha dicho algo así.

Carol asintió, satisfecha, y algo estaba yo por decir sobre ese lugar común que compara a Alice Munro con Chéjov, cuando a mi novia se le encendió la mirada. 

—Alice Munro es Drake Ramoray.

Yo solté la carcajada, nacida de un chiste privado que compartimos: Drake Ramoray es aquel personaje de telenovela que Joey interpreta en Friends: un neurocirujano sin parangón en el mundo, tal como lo era Alice Munro con un bisturí de otro tipo. Recité, entonces, la frase con que solemos cerrar nuestra rutina.

—El único neurocirujano que podía salvarlo… era él mismo.


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