Chicas, se murió Fujimori


La imposible tarea de resumir un legado sin caer en etiquetas


Intuyo por sus reacciones a mi mensaje lo que él inspiraba en ustedes, pero igual me he detenido a dejarles un testimonio de parte antes de que la memoria me traicione más de lo que ya lo ha hecho: Fujimori entró en la vida pública de nuestro país cuando yo era menor que la menor de ustedes y asentó con su poder las bases de todo lo que hemos vivido y seguiremos viviendo por un tiempo como sociedad. No es poca cosa. Imagino, además, que con el tiempo los discursos tenderán a simplificarse y a volverse aún más maniqueos, y es mejor que me apure para que en el futuro ustedes y sus hijos —si es que los llegan a tener—, se interesen en su legado desde la óptica de alguien que, como yo, cree que los seres humanos somos muy complejos como para que se nos reparta en un par de cajoncitos etiquetados.

Fujimori tuvo que ser muy astuto y tocado por la suerte para hacerse de un sitio preferencial en las elecciones de 1990 como una alternativa a los partidos políticos tradicionales. Sus incursiones como ingeniero agrónomo que se movilizaba sobre un tractor—por entonces él tenía menos años que yo en la actualidad— tenían un encanto no exento de ingenuidad; una distintividad y simbolismo que la izquierda y el partido del presidente saliente Alan García supieron potenciar para cerrarle el paso a la derecha de Vargas Llosa. Y vaya que Fujimori fue el tsunami del que tanto se habló: ese año arrasó con poco aviso. Ahora, imagínense ser ese hombre que recibe de golpe toda la atención del mundo junto a la presión de reflotar un país que estaba en el despeñadero de la hiperinflación y la locura terrorista. Tampoco es poca cosa. Imagino que ese espíritu práctico, su astucia y la suerte también jugaron a su favor durante esos primeros años. Hoy se sabe que durante esos días frenéticos Fujimori escuchó a asesores de espectros distintos y que, cuando llegó el momento de elegir el rumbo económico del país, prefirió la cabeza y corazón fríos de los neoliberales de la escuela de Chicago. No le tembló la mano y así fuimos testigos de la primera traición pública a su palabra: en su campaña, Fujimori había prometido que no iba a echar mano del sinceramiento económico que Vargas Llosa probablemente habría aplicado —el famoso “no shock”—, pero lo asestó como un hachazo una noche de agosto de 1990: la noche del “que Dios nos ayude”. Si quieren mi opinión, y ustedes saben bien que no soy economista, a mí sí me pareció saludable sincerar de cuajo nuestras finanzas: veníamos de sufrir muchos años con un Estado que usaba nuestros recursos con decisiones más maquiavélicas y políticas que técnicas. Y las gangrenas se amputan. A ese primer gobierno de Fujimori le reconozco también otras reformas económicas necesarias, como haber privatizado empresas estatales que sangraban sin ofrecernos un servicio decente, la apertura a inversiones del extranjero, y una gran medida que se suscribió en la polémica Constitución de 1993 que la mayoría fujimorista apoyó: la autonomía del Banco Central de Reserva ante los gobiernos de turno. Digamos que, al menos en ese aspecto, algo aprendimos después de haber tenido la inflación más alta del mundo: nuestra salud macroeconómica se debe a ese tipo de decisiones.

No obstante estos aciertos, aquel discurso de que un Estado más pequeño era un Estado más eficiente resultó ser un búmeran del que ustedes ya han visto el regreso. El mercado no se regula solo —ni lo hará jamás— mientras el espíritu humano cobije la codicia y la tentación de aplastar al otro. Por ejemplo, la retirada del Estado de la tutela del transporte nos dejó el actual panorama de combis y buses que se pelean en las pistas porque consideran al pasajero como una moneda y no como un ciudadano. Y qué decir de lo que se develó tras la pandemia del Covid-19: luego de tres décadas de fertilizar la idea de que cada peruano es un empresario de su destino, terminamos atestiguando el horror de las clínicas y proveedores privados que lucraron con nuestras vidas mientras la salud pública nos mostraba el abismo de su descuido. En la educación nos fue igual de mal: ustedes tienen suerte, pero no ignoran que millones de muchachos de su edad son estafados todos los días en universidades privadas truchas que tuvieron su génesis en los años del fujimorismo.

Ahora bien, es probable que no lo sepan, pero yo voté por la reelección de Fujimori en 1995.

¿Cómo no hacerlo, si era un veinteañero limeño de clase media, que venía de una familia apolítica? ¿Cómo negarse, si Fujimori parecía haberse multiplicado en visitas a lugares donde un presidente jamás antes se había aparecido y, vistas así las cosas, su popularidad era merecida? ¿Cómo evitarlo, además, si por entonces trabajaba en una actividad que se veía robustecida por la inyección de capital extranjero? Yo, por ejemplo, no era un periodista preocupado por la mordaza que empezaba a ceñirse sobre los medios; tampoco era el familiar de algún desaparecido, asesinado o torturado sin más discrecionalidad que la de un comando militar o paramilitar; ni era cercano a algún político que había sido acallado por resistirse a aquel tipo desconocido de dictadura. Por entonces era un joven privilegiado con ganas de olvidar la crisis y el terrorismo que había vivido en su adolescencia: un tipo concentrado en acumular patrimonio con miras a tenerlas a ustedes. Los indicadores que me movilizaban eran una baja inflación, las inversiones que llegaban y el repliegue del terrorismo, y siguen siendo, curiosamente, los mismos que guían a muchos compatriotas hoy. 

Pero maticemos.

Hoy sabemos que el terrorismo no se derrotó gracias a Fujimori, sino que se derrotó durante el gobierno de Fujimori. No es mezquindad de mi parte, tan solo un afinamiento de perspectiva. Ya es conocido que el entonces presidente se encontraba en labores de pesca cuando se capturó a Abimael Guzmán, ajeno a dicha hazaña, y que los verdaderos héroes fueron parte de una unidad policial que antepuso la inteligencia a los métodos despiadados que el propio Fujimori aceptó por recomendación de su principal asesor. Afirmar que Fujimori es el héroe que nos salvó del terrorismo es despreciar no solo a los buenos policías de esa época, sino a las rondas campesinas, a las comunidades nativas, a los dirigentes valientes que pagaron caro su postura, y a la sociedad civil que formó parte de aquel tejido que le hizo frente a la barbarie. 

Hoy también sabemos que el autogolpe que Fujimori dio en abril de 1992 no solo fue, para inédito orgullo peruano, el molde que los autócratas del mundo copiaron en décadas sucesivas, sino también la pista de despegue para trapacerías que enriquecieron a una corte mientras se hundían nuestras instituciones democráticas. Ustedes eran muy pequeñitas en el 2000, cuando los peruanos asistimos estupefactos a la develación de decenas y decenas de videos en los que se veía al principal asesor de Fujimori —Vladimiro Montesinos, un tipo tenebroso que sigue en la cárcel y con quien la familia de Fujimori llegó a vivir bajo el mismo techo— entregando fajos de dinero a políticos y dueños de medios de comunicación para comprar lealtades, y al mismo asesor en amenas reuniones con figuras de la farándula para asegurarse el tipo de entretenimiento que pretendía desviar nuestra atención de los atropellos que iban ocurriendo. Recuerdo que aquella revelación ocurrió luego de que Fujimori ganara su tercera elección con un fraude avalado por los organismos electorales cooptados, y que a Vladimiro Montesinos no le quedó más remedio que huir.

Por entonces, Fujimori creó el circo de una persecución a su mano derecha y se reservó a sí mismo el papel de sheriff: fue la triste antesala de su propia fuga a Japón, aprovechando que debía asistir a una cumbre de APEC en Asia. Qué vergüenza más grande nos dio ver a un presidente haber tramado su huida al país donde probablemente nació —todo ha resultado turbio, hijas, cuando se trata de Fujimori— y ver que luego también tuvo el descaro de postular al senado japonés. Un expresidente —para entonces ya señalado como un exdictador—que, tal vez confiando demasiado en un escenario chileno que se encontraba en transición electoral, fue extraditado desde Santiago y sentenciado en su propio país por violaciones de derechos humanos en un juicio que ubicó al Perú en un espacio honorable dentro del escenario jurídico internacional. 

Tiempos largamente idos, como ya saben.

Pero volvamos a los aciertos económicos al inicio del gobierno de Fujimori. Y, también, a su autoacreditado éxito para acabar con el terrorismo. Imaginemos por un momento que todo ello, sobre todo la captura de Abimael Guzmán, fuera atribuible a su genio. Fantaseemos un rato. A cambio de ello, ¿valió la pena la destrucción del sistema de partidos políticos que, mal que bien, nos ofrecían una criba contra los delincuentes que hoy legislan y gestionan en el poder? ¿Valió la pena dinamitar nuestras instituciones democráticas durante aquella década de mandato? ¿Valió la pena que terminara por subsistir una cultura de la impunidad? ¿Valió la pena que el cinismo de su forma de hacer política germinara y que sus imitadores lo extendieran a las dimensiones que hoy vemos con espanto? ¿Valió la pena que su autoritarismo subsistiera para acallar la diversidad? ¿Valió la pena que el apellido Fujimori pasara políticamente a una siguiente generación y que abonara a que el Perú se tornara ingobernable?

Nunca olvidaré que la hija mayor de Fujimori —la misma que se convirtió en primera dama cuando la madre se separó del padre en condiciones sospechosas, por decir lo menos— fue la principal responsable de la caída de un presidente ante el que perdió una elección, poseída por un deseo shakesperiano de venganza, y que desde entonces se aceleró nuestra inestabilidad. Y tampoco olvidaré que hace poco, mientras Fujimori ya se encontraba libre debido a un indulto amañado, pero condenado por un tumor maligno, esa misma hija protagonizó una farsa distractora proclamando al anciano como futuro candidato presidencial a sabiendas de que su muerte no estaba fuera de la ecuación. 

Nuevamente, el uso y abuso del indefenso como marca de familia. 

Es probable que las virtudes y los defectos se hereden, hijas. Y así como quiero que de mí ojalá reciban solo lo primero, lamento decirles que del clan Fujimori los peruanos parecemos haber heredado más de lo segundo. Un direccionamiento que fue acertado en lo económico, pero también un desprecio a la vida de los más débiles, y la entrega de nuestra democracia a los mercantilistas del oeste más salvaje.

Les toca seguir peleando como ciudadanas, mis hijas. 

Lamento mucho que tengan que seguir enfrentándose a ese legado.


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2 comentarios

  1. Pier Paolo Marzo Rodríguez

    Qué bonita forma de contar y reflexionar, gracias por compartir

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