Charly para rato (y un pedo)


El último disco de la superestrella argentina desafía nuestra dudosa infravaloración de la ancianidad


Regreso a un sueño vívido: caminando por la avenida Bolognesi, me cruzo con un tipo que acelera su Vespa. La figura aparece y desaparece, pero yo la reconozco de inmediato. Es Charly García en Perú. Dentro de Barranco y en sus mejores años: joven, ágil, loco. Más tarde en el sueño, sentados en el piso del desaparecido bar Watdajel, decenas de muchachos y muchachas esperamos lo imposible. El concierto no lo recuerdo, tampoco las canciones que tocó. Solamente lo insólito: Charly levantándose del piano al terminar, acercándose a la barra para pedir un trago, su trayectoria conduciéndolo hacia mí, que sigo en el piso, mirándolo embobado. A poco de alcanzarme, me sorprende con un baile: estira los brazos, salta sobre el sitio, lanza patadas de kung fu; desatado, sigue con el show. Cuando acaba la coreografía, tuerce su cadera, me mira con la sonrisa chueca y termina su payasada con un pedo rotundo y sonoro, teledirigido a mi cara de fan.

Cada vez que cuento cómo termina el sueño, el asco de los demás no tarda. Hoy, imagino, no será la excepción. Pero a mis interlocutores siempre les explico lo mismo: para mí, en el sueño, no hubo cosa más bella que el pedo de Charly. Un instante de cercanía con una de las personas que más quiero en el mundo.

Aunque quizás no a través de esas coordenadas exactas, mi impresión es que a muchos nos pasa lo mismo: adoramos a Charly. 

Volvemos a sus entrevistas, a sus mejores conciertos, a su irreverencia perpetua. A pesar de jamás haber estado cerca de conocerlo, sus anécdotas forman parte de nuestras conversaciones, las traemos a la mesa como si le hubieran pasado a un amigo.

Me pregunto qué hizo que aquello suceda. Qué circunstancias dieron origen a ese mito, a ese ser de talentos inalcanzables y al mismo tiempo de falencias tan humanas que nos permiten soñarlo en un bar enclenque de Barranco.

Pienso en sus manos hipertróficas y en su metro noventa y cuatro de estatura. Pienso en su bigote bicolor y en el vitiligo que le provocó separarse de sus padres. También en el diagnóstico de “maníaco-depresivo, con personalidad esquizoide” que lo liberó del servicio militar. Pienso en el Sui Generis que armó a los diecisiete años. En La Máquina de Hacer Pájaros que formó a los veinticuatro. En el Serú Girán que se inventó a los veintiséis. Pienso en el salto a la piscina desde el piso nueve y en su sed de Coca-Cola cuando reflotó. Pongo su entrevista con Jorge Lanata, sigo con la de Susana Jiménez, remato con las tantas que dio en su departamento de paredes graffiteadas. Pienso en su obsesión por los Beatles.  En la merca de sus pupilas dilatadas. En su gracia y en su ira.

El repaso le da vuelta a mi pregunta: ¿cómo de todo aquello no iba a salir un superhombre?

Sigo ahondando y doy play a los discos que me sé de memoria. Salteo los que casi no escuché: ese inmenso archivo de canciones que guardo para cuando Charly ya no esté. Porque eso es un hecho: el tipo se está apagando. Tiene apenas unos años más que mi padre, pero pareciera que le dobla la edad. Su cuerpo, que comenzó a envejecer muy joven, antes de siquiera cumplir los cincuenta, luce las señales de una muerte muy próxima. Aunque con Charly nunca se sabe. Le ganó a Spinetta. Sobrevivió a Cerati. Siguió haciendo música. Pareció que se moría muchas veces, pero luego apareció vivo, sonriendo, se animó a dar algunas entrevistas, cachetón, un poco ido, siempre tan gracioso.

El superhombre.

Hace un par de semanas, el 11 de setiembre, una fecha llena de coincidencias, lanzó al mundo “La lógica del escorpión”, su nuevo disco. Dicen que será el último y a lo mejor por eso la atención ha sido mayor que la que recuerdo por “Random” (2017) o por “Kill Gil” (2010). Los más exagerados sentencian que se trata de una de sus obras maestras, que el mejor Charly regresó para despedirse por todo lo alto. Algunos escépticos no se comen el cuento de que el argentino pueda haberlo grabado: claramente es otra más de las perversiones que ha traído la inteligencia artificial. Otros, fríos y crueles, deciden que Charly está demasiado viejo. Eso, nomás: demasiado viejo para seguir.

A mí, sinceramente, el disco me gusta. Tengo ya mi favorita (“Yo ya sé”), otras tantas se me han pegado y además no puedo sacarme de la cabeza un verso:

Dios te ha dejado solo, como internet.

No sé si se trate de un alegato en contra de la tecnología. Lo dudo. Más allá de algunos comentarios críticos sobre cierta música electrónica, Charly siempre abrazó lo moderno. Se me ocurre, más bien, que sus palabras hablan de una desilusión sobre el estado actual de las cosas: esa contemporaneidad violenta que quiere dejarlo de lado a él, el artista que definió lo contemporáneo en América Latina. La juventud gerontofóbica olvida que fue Charly quien acuñó la frase “los dinosaurios van a desaparecer”.

Importa poco si el disco es bueno, en qué condiciones fue producido, cuánta participación fue suya y cuánta de su equipo o del ingeniero de sonido. El manifiesto se encuentra en su propia aparición. Más que pensarlo como un testamento musical, lo leo como una declaración de principios: las personas a las que llamamos viejas todavía no se han muerto. Siguen haciendo lo que aman. Insisten en dejar improntas nuevas. Rockean con voces ancianas que rechazan el destierro. ¿Por qué no habríamos de acostumbrarnos a ellas, incorporarlas en las estéticas, descubrir sus propuestas? ¿Lo hacemos con voces adolescentes que tienen tan poco por decir y no lo vamos a hacer con la de un titán de setenta y dos años?

Superar las siete décadas no te hace un dinosaurio.

La versión oficial es que este disco es el último, pero yo quiero imaginar que el tipo va a vivir para siempre, como lo ha hecho hasta ahora con sus canciones, con sus historias chifladas, con el encanto que vibra en cada registro que tenemos de él. 

Charly redefinió la frontera entre lo posible y lo imposible, así que quién sabe. 

Si tengo suerte, quizás se aparezca esta noche en mi sueño, joven, ágil, loco, con un pedo entre las nalgas, esperando el momento preciso en que mi cara se cruce con ellas.


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