Aproximación por aniversario a la obra del enorme escritor peruano Miguel Gutiérrez
Richard Parra es escritor y profesor universitario. Es autor de las novelas Pequeño bastardo y Los niños muertos. De los libros de cuentos Resina (Premio Nacional de Literatura 2021) y Contemplación del abismo. De las novelas cortas Necrofucker y La pasión de Enrique Lynch. Y del ensayo sobre el Inca Garcilaso La tiranía del Inca (Premio Copé de ensayo 2014). Se doctoró en Literatura Latinoamericana en NYU. Actualmente imparte clases de escritura creativa en la PUCP.
A diez años de la publicación de Kymper (Alfaguara, 2014), la última novela política del gran escritor peruano Miguel Gutiérrez, me gustaría comentar algunos aspectos de su composición literaria, además del alcance estético y crítico de sus contenidos. Aparte del aniversario, quizás sea pertinente, asimismo, hablar de esta novela por la tendencia cada vez más acentuada que nos rodea de percibir la violencia como un asunto de buenos y malos.
En principio, ¿de qué manera Kymper trata literariamente la violencia política? Pues no la aborda como un espectáculo cargado de clichés sobre el Conflicto Armado Interno, ni como pornografía efectista de la violencia, ni como una bienintencionada y edificante ficción liberal, ni tampoco como una trasnochada fábula del realismo social.
Kymper tampoco es un producto residual, subalterno, del informe de la Comisión de la Verdad. Ni pertenece al campo de la conmovedora literatura de la reconciliación —como La hora azul de Cueto o Los rendidos de Agüero.
Ante todo, vista como novela histórica, Kymper evita producir un enunciado rígido sobre el pasado violento. No es una novela de tesis. No moviliza un esquema de pensamiento de causas y consecuencias deterministas. Sin caer en el nihilismo o en el escepticismo oportunista de cierta narrativa posmoderna, su generatriz discursiva es la duda metódica —como en Beckett—, la ironía cervantina —que descree de la capacidad representacional del lenguaje—, la incertidumbre y la inesperada sorpresa —como en una novela policial de Highsmith.
Formalmente, la selección de un punto de vista caprichosamente exterior a la materia narrada es fundamental para este propósito. Kymper se narra desde un margen discursivo, no desde una posición segura: no es una novela cuyo centro privilegia el discurso maniqueo de los cabecillas subversivos, ni el lenguaje castrense represor de los autodenominados héroes de la pacificación. Kymper mucho menos se escribe como una performance melodramática que utiliza el dolor de simbólicas víctimas y las convierte en mercancía.
En Kymper el personaje central constantemente despliega cuestionamientos y dudas. Titubea. Fluctúa. Recula. Está, en cierto sentido, en una posición límite. No es un paternalista dueño de la verdad que menosprecia al lector. Tampoco es un narrador que asume una petulante superioridad intelectual, civil y ética con respecto a la materia narrada —como el de Historia de Mayta de Vargas Llosa.
A Kymper, por ejemplo, lo persigue al mismo tiempo el grupo paramilitar Comando Rodrigo Franco y el mismo Sendero Luminoso para ejecutarlo. Incluso su exmujer, Ofelia, lo quiere asesinar con un sicario por abandonar a su familia. Entonces, el punto de vista no se aloja en un centro previsible de la guerra —el héroe, el villano, la víctima—, sino en un borde: el del personaje desacreditado, cuestionado, descolocado. Puede decirse, incluso, que la enunciación se despliega desde el personaje menos indicado para hablar.
Kymper, precisamente por su huidiza inestabilidad y su posición oscilante, es un personaje que permite a la novela una apertura de sentidos. Como el narrador Juan Preciado en Pedro Páramo, Kymper renuncia a su condición de centro del discurso narrativo y se convierte en un mediador que permite la entrada de distintos discursos contradictorios —por ejemplo, el del activista de DDHH, el del subterráneo, el del militante aprista, el del burgués cínico y el de los radicalizados camaradas.
Kymper no es pues una novela que movilice certezas, sino cuestionamientos —la mayoría de los cuales queda sin respuesta—. Incluso, en ciertos momentos, durante la lectura se percibe una sensación de absurdo, de irrealidad. No hay un sentido hegemónico que se imponga.
Aparte de un punto de vista descolocado, también puede hablarse de un registro fuera de lugar. El tono narrativo de esta novela —que trata sobre un asunto tan serio y doloroso como la guerra y la violencia política— no es necesariamente el del rigor histórico, o el de la seriedad y puritanismo de la literatura didáctica, o el de la indignación histriónica.
La ironía, el humor, las situaciones disforzadas, melodramáticas, las coincidencias imprevistas son recursos muy bien empleados en Kymper. También lo son el goce erótico, la ingenuidad romántica y la visión de la literatura como un discurso edificante. En otras palabras, se habla de la política desde registros que la fisuran, pero no la desactivan. Escribir una novela sobre el trauma histórico no implica pues cerrarle el paso al humor, a la ironía, al cuerpo y al juego.
Sin denostar el socialismo como un converso, el personaje Kymper despliega una crítica directa del fanatismo de los cuadros de Sendero y del culto a la personalidad de Abimael Guzmán. Y expresa una crítica teórica de la violencia de Sendero, así como de la insustancial, frívola, ridícula y totalitaria categoría «Pensamiento Gonzalo». En el capítulo XXX, por ejemplo, Kymper desnuda el lenguaje acartonado, escolástico y vacío de Sendero —procedimiento que tiene ecos de la crítica de Arguedas a la retórica del estalinismo en El Sexto—; descompone el carácter ceremonial, artificial, burocrático y caricaturesco del proceder de los dirigentes senderistas; y expone, asimismo, su teología política sacrificial, su miserable visión instrumental de la muerte y su banalización de la violencia. La crítica es demoledora y también jocosa. La novela así funciona también como una «broma macabra» (566).
Con Kymper, al igual que con Celebración de la novela y Confesiones de Tamara Fiol, Miguel Gutiérrez despliega una ruptura con su fase previa, que se caracterizaba por su tono dogmático e inquisitorial (La generación del 50). Y pone de manifiesto, ante todo, que, para desplegar una crítica literaria de la violencia, se necesitan no solo contenidos cuestionadores, sino registros poéticos que desarticulen el lenguaje de pura violencia del terror y el totalitarismo.
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