Bulimia navideña


Confesiones de una ambientalista imperfecta 


Confieso que, como ambientalista, soy una consumista fracasada.

A mi favor, puedo decir que separo mis residuos domésticos con la esperanza de que, en algún momento de la ineficiente cadena peruana de reciclaje, lleguen a las manos de las asociaciones de recicladores. También apago la terma apenas me ausento de casa, y la luz cuando no la uso. Para envidia de las amantes de los bolsos Louis Vuitton, en mis excursiones al mercado exhibo mi colección de bolsas de tela, en todos los colores, tamaños y eslóganes. Con algunos productos, como los de higiene personal, llego a asumir comportamientos que, más que de responsable ambientalista, encajarían con algún diagnóstico de trastorno obsesivo-compulsivo: enjuago una y otra vez la botella de champú para aprovechar cada mililitro de espuma detergente, libro duras batallas contra los tubos de dentífrico para exprimir hasta los últimos y más esquivos gusanos blancos de pasta dental, y descuartizo las botellas de cremas para recolectar, con el dedo como espátula, la ultimísima gota. 

He hecho compostaje en mi departamento, produciendo densas nubecillas de Drosophila melanogaster, la famosa mosquita de la fruta, hasta ofuscar las ventanas de mis vecinos. Tengo cuenta en la Banca Ética, soy socia de una cooperativa de producción energética basada en energías renovables, y he plantado más de medio millón de árboles urbanos con la participación de amigos y vecinos, aunque no sé a ciencia cierta cuántos sobrevivan. 

En mi contra, mi lista de comportamientos consumistas es bastante más frondosa. No soy Imelda Marcos, pero mi colección de zapatos ocupa varios compartimentos de mi armario, aunque suelo usar los mismos tres cómodos pares para toda ocasión. Nunca hice shopping en los bulevares de Miami o en las boutiques de alta moda de Milán, pero sucumbo una y otra vez a la tentación de prendas bonitas y baratas, aunque termine vistiendo los mismos tres pantalones de siempre. Y cuando mis chakras están abiertos y entro a una librería, me dirijo a la sección de mi interés, reviso los títulos más llamativos y, para resolver el dilema de cuáles escoger, los compro todos. El resultado: tengo lecturas suficientes en mis estanterías como para entretenerme hasta alcanzar la nueva longevidad, 110 años.

Hace tiempo asumí mi identidad como una hija privilegiada de la opulenta sociedad de consumo, acepté mis contradicciones y dejé de luchar contra ellas. Pero, quizás bajo el espíritu de contrición navideño, esa bulimia adquisitiva me pesa cada vez más, sobre todo ante la cuna del pequeño —y calato— Niño Jesús. 

Es que no hay mes más bulímico que diciembre. Empujados a consumir desenfrenadamente durante casi treinta días —desde el Black Friday de noviembre hasta el nacimiento de Cristo—, bebemos y comemos demasiado —en muchos países, se estima un 25 % más de lo habitual—, consumimos un 10 % más de electricidad —sí, también gracias a esas lindas luces navideñas— y producimos un 30 % más de basura doméstica que en cualquier otro mes del año. Y ni hablar de nuestra huella de carbono: solo por el comercio electrónico y el proceso de devoluciones de la campaña navideña, se estima que en Estados Unidos se generan unas 16 millones de toneladas métricas de dióxido de carbono cada año, una cifra que va in crescendo. Además, las devoluciones de comercio electrónico producen un 14 % más de residuos que las de las tiendas físicas, y unos 2.600 millones de kilos de inventario devuelto terminan en los vertederos cada año.

¿Y quién paga los platos rotos? Como siempre, el planeta. 

¿Podré, algún día, dejar de comprar? Algunos sapiens valientes lo han intentado, ya sea mudándose al campo o cerrando las redes sociales para apartarse de las tentaciones de nuestro bulímico sistema económico capitalista, o sumándose a proyectos y redes como las del “Buy Nothing Project”. Esta iniciativa, fundada en 2013, conecta a personas a través de grupos locales en más de 128.000 comunidades y, usando una aplicación que facilita el intercambio de bienes y servicios sin dinero de por medio, ofrece una alternativa a la cultura de consumo masivo.

En su libro La vida poscrecimiento: por un hedonismo alternativo, la filósofa Kate Soper, profesora de la Universidad Metropolitana de Londres, propone una revolución cultural —y económica— para frenar el dominio de la cultura del consumo sobre nuestra experiencia vital y superar la bulimia capitalista contemporánea. Desliguemos nuestra prosperidad del crecimiento infinito, aboga Soper con sentido común, y creemos una economía y un futuro que permitan más tiempo libre y maneras más plenas de trabajar y de vivir. No necesitaríamos cubrir nuestras ansiedades con tantos productos inútiles. 

Ya tomé mi decisión: este 2024 le pediré a Papá Noel que me regale su libro. ¿Impreso o digital? Qué dilema. Si evaluamos el ciclo de vida de los libros —producción, distribución, uso y desecho—, los impresos generan mayor impacto a corto plazo, mientras que los digitales pueden demandar más energía a mediano y largo plazo. Así, si realmente quiero emprender la ruta virtuosa del posconsumo, no hay mejor opción que practicar la espera: lo buscaré en la biblioteca más cercana. ¿Acaso hay algo más sostenible que compartir lo que ya existe?


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1 comentario

  1. Gonzalo Llosa

    Muy entretenido artículo, Anna. Constato que tenemos manías muy parecidas

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