Una perspicaz lectura de Drácula como thriller tecnológico
Dany Salvatierra (Lima, 1980), es graduado en Comunicación por la Universidad de Lima, donde se especializó en Cine. Es autor de la antología de cuentos “Terapia de grupo” (2010) y de las novelas “El síndrome de Berlín” (Premio Luces 2012), “Eléctrico ardor” (2014) y “La mujer soviética” (2019). En 2023 fue presidente del jurado en la categoría cuento del Premio Nacional de Literatura, otorgado por el Ministerio de Cultura del Perú. Su nuevo libro de ficción verá la luz en 2025.
“¿Y dónde está la historia de amor?”, fue lo que me pregunté al llegar a la mitad de Drácula, de Bram Stoker. Leí la novela por primera vez hace unos días, fiel a mi tradición de devorar únicamente ficciones de género fantástico durante cada mes de octubre. Había postergado su lectura por muchos años, obnubilado por la adaptación que Coppola estrenó en 1992, cuando yo empezaba a cursar la secundaria. En su momento, la prensa cinematográfica aseguró que se trataba de la adaptación más cercana al texto original, dejando de lado al vampiro dandy/conquistador/playboy encarnado en versiones anteriores por Bela Lugosi, Christopher Lee y el resto de actores de serie B, quienes que se limitaron a utilizar el mismo esmoquin y la cabellera sepultada bajo toneladas de brillantina.
Cuando por fin tuve el libro en mis manos, todavía guardaba en mis recuerdos al atormentado personaje de Gary Oldman, la sobreexcitada represión de Winona Ryder, y esos diálogos cursis que parecían sacados de cualquier novela de Edith Wharton: “He cruzado océanos de tiempo para encontrarte”. Me vi a mí mismo a los doce años, hundido en una butaca del cine Arenales Ámbar, mordiéndome las uñas y pensando, mientras sollozaba, que el amor sí existía, y que tantísimo sufrimiento valía la pena si uno podía llegar a experimentar una emoción similar, incluso si el objeto de tu afecto fuera un zombi.
Qué equivocado estaba. Es decir, estábamos.
En lugar de romance, lo que encontré en las páginas de Drácula fue un thriller epistolar, reproducido a través de cartas, entradas de diario, telegramas, periódicos y boletines, todos debidamente fechados para que el lector no se pierda a mitad de la línea de tiempo. Se puede deducir que la decisión del autor al optar por una narración coral, diseminada desde múltiples puntos de vista, tiene que ver con su interés de recalcar al lector que la historia es cien por ciento real. Las diferentes fuentes empleadas se abocan a ello, persiguiendo la suspensión de incredulidad. Otras novelas, concebidas de igual forma, lograron este cometido, como Las amistades peligrosas, de Chordelos de Laclos.
Sin embargo, en Drácula hay una constante que me llamó poderosamente la atención. Los personajes tipean a máquina, escriben en signos taquigráficos, graban sus diarios en rollos que luego escuchan en el fonógrafo, envían y reciben telegramas, se desplazan en el subterráneo, memorizan el horario de los trenes y, al cabo de la llegada del profesor Van Helsing, realizan transfusiones de sangre hasta en cinco ocasiones, de carrerilla, como si manejar el cataplasma e hincarse una aguja fuese tan fácil como tomarse una píldora.
Tampoco es que estas actividades cobren un rol excesivamente protagónico, pero los personajes los utilizan de manera tan constante y con tanta naturalidad que uno no puede evitar sentirse apabullado al caer en cuenta de que toda esa gente, hasta hacía unas décadas de haberse escrito el texto, no conocían ni la mitad de estos avances. El despliegue de la tecnología es tan evidente que el autor parece regodearse en ellos y, además, es posible que la misión para destruir al conde Drácula hubiese fracasado sin tanto aparato. Para llevarlo a su fin, los personajes deciden unir fuerzas y, con el afán de permanecer actualizados en los devaneos de cada uno, deciden grabar sus bitácoras por separado, en rollos de papel que Mina Harker copia después en signos taquigráficos, luego tipea a máquina y por último, imprime en cuadernillos que son distribuidos a todo el grupo y leídos todos los días, como si compartiesen un blog, o un grupo de WhatsApp.
El concepto de la novela como thriller tecnológico se solidifica en la figura del doctor Van Helsing, artífice de la empresa para exterminar al conde Drácula, pues Van Helsing es, en esencia, un científico. Es él quien comanda la expedición: después de nutrir al grupo de héroes con las buenas nuevas de los avances tecnológicos, los arrastra hacia los montes Cárpatos y los conduce hacia la emocionante cacería del conde, con la cual concluye la novela. Llegado a este punto, es de imaginarse que los primeros lectores de Drácula sufrieron escalofríos ante la avalancha tecnológica. Quizá la contemplaron como una suerte de Black Mirror de su época, que a su vez anunciaba el colofón de la era victoriana.
De igual forma, si citamos a Black Mirror desde una perspectiva de horror tecnológico, es interesante apreciar la evolución que ha sufrido la idea del miedo y del ocultismo. Las religiones judeo-cristianas se basaron en el “terror a lo desconocido” para concebir y mitificar a las brujas durante la edad media. Un temor enquistado en la xenofobia que venía arrastrándose desde la intolerancia hacia los judíos, de quienes se decía que “comían bebés y niños pequeños”, para exacerbar su persecución. Lo mismo ocurre en Drácula, cuando los protagonistas escuchan a los funcionarios quejarse de las razas eslovacas, y hasta vemos al propio conde machacar verbal y despectivamente a los pueblos campesinos de Europa del Este que combatieron en las guerras turcas. La aprensión por lo extraño y lo foráneo continúa hasta nuestros días.
Pero la evolución del horror, si la contemplamos a posteriori, también está relacionada con los propios temores del autor. El germen del vampirismo diseminado a través de sangre infectada es, tal vez, una parábola de las infecciones de transmisión sexual. Bram Stoker, sin ir más lejos, falleció a causa de complicaciones de sífilis, según sus documentos biográficos. Gay enclosetado, pertenecía al círculo teatral londinense, era amigo íntimo de Oscar Wilde y de los actores del West End, y hasta escribió una exagerada carta de admiración al poeta Walt Whitman que podría traducirse en una declaración de amor (la pueden leer en internet para sacar sus propias conclusiones). La película de Coppola, que apareció en pleno auge de la pandemia del VIH/SIDA, generó revuelo por el envejecimiento prematuro del personaje Jonathan Harker —interpretado por Keanu Reeves—, luego de ser mordido por las tres vampiresas en el castillo del conde, y que los críticos contemplaron como una extrapolación del flagelo que azotaba al mundo por entonces.
Sin embargo, esta versión de Coppola toma distancia de la novela al implantar una historia de amor entre el conde y Mina Harker que no existe en el texto original. Ahora comprendemos que se trató de una licencia hollywoodense para ajustar el producto al gusto de las masas, una jugada similar a la que Harvey Weinstein realizó un par de años después, al reeditar La reina Margot (Patrice Chéreau, 1994) para el público estadounidense, priorizando el romance de Margot y La Môle en lugar de las consecuencias de la Matanza de San Bartolomé.
Por último, es escalofriante pensar, en épocas de IA, en la importancia de Drácula como tecno-thriller formativo para ficciones futuristas. Al igual que los terrores victorianos, hoy en día podemos listar los capítulos de Black Mirror que han dejado de ser ficción y que ya forman parte del mundo real, a diferencia de cómo fueron planteados originalmente, a fines de 2011. La tecnología, en años venideros, seguirá siendo caldo de cultivo para nuevas pesadillas, como podrán descubrir por sí mismas las nuevas generaciones de lectores que se animen a sumergirse en las páginas de Drácula. Nunca es tarde para empezar a asustarse con lo que, en poco tiempo, terminará por ser real.
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