¿Es la dejadez un acto de Dios?
En el Perú, un caso fortuito o de fuerza mayor, se define así: “Es la causa no imputable, consistente en un evento extraordinario, imprevisible e irresistible, que impide la ejecución de la obligación o determina su cumplimiento parcial, tardío o defectuoso”. Siempre me burlo un poco de esta definición con mis amistades del ámbito del derecho cuando afirmo que es la mejor causal de divorcio: no prever que aparecería en el camino una persona extraordinaria y que nos parecería irresistible.
Sirva este broma para recordar tristemente que en el Perú de nuestra época, dicho concepto se puede usar tranquilamente para eventos previsibles —y, además, ordinarios—, cuyos efectos podrían ser neutralizados con un plan B o un plan de contingencia. Y esto, lectores, nos pone de cabeza.
Mi reciente estancia en el aeropuerto Jorge Chávez empezó el sábado 1° de junio. Mi vuelo al extranjero estaba programado para el mediodía, y a las 11 a.m. nos pidieron dirigirnos a la puerta de embarque, mientras que en las pantallas el vuelo no cambiaba del estatus de “confirmado”. En el mostrador de embarque una empleada de LATAM informó, finalmente, que el avión estaba en mantenimiento y pensaron que iba a estar listo a las 11 a.m., pero como no lo estaba, habían reprogramado el vuelo para las 11 p.m. Por un momento, pensé que era una broma. Pero no lo era. Desplegué entonces mis escasas dotes de etnógrafa para estar atenta no a los pasajeros, sino a las personas responsables: empleados muy jóvenes donde no estaba claro quién ponía orden. Lo único claro ahí fue que debíamos formar dos grupos: uno con los pasajeros de retorno y otro con quienes originaban viaje en Perú. ¿Para qué? Nunca lo supimos.
Finalmente, no quedó otra que desandar nuestro paso por Migraciones: la empleada de LATAM llenaba a mano un formulario con nuestros datos y debíamos firmarlos. Con ese papel luego debimos dirigirnos a Migraciones, donde todos entregamos los pasaporte y los papelitos al mismo tiempo, pues la encargada manifestó que “no iba a estar entrando y saliendo” de su escritorio a tres metros de la puerta. Luego regresó con nuestros pasaportes y otro papel rellenado a mano y ahora debíamos dirigirnos a la salida, a contracorriente de los pasajeros que avanzaban en la zona de seguridad. Allí, otro empleado debía llenar a mano un cuaderno de ocurrencias con nuestros datos. Tres grandes oportunidades de errores en esta época de transformación digital.
Lo siguiente era averiguar qué seguía, porque la aplicación de LATAM seguía diciendo que salíamos al mediodía. A hacer entonces otra fila en el mostrador. Me explicaron que mi reruteo no estaba listo todavía y que mi maleta se podía quedar. Inquirí por un taxi y rápidamente me dieron un voucher para un servicio, pero cuando llegué a la zona de taxis ¡la empresa no existía! Regresé al mostrador y fueron diez minutos más para ingresar todos mis datos y otros diez esperando. Cuando pregunté por la demora, me dijeron que la respuesta debía ser aprobada en Santiago de Chile. Por supuesto, di el servicio de LATAM concluido por el momento y llegué de vuelta a casa a tiempo para ver la final de la Champions.
Prefiero no profundizar demasiado en la segunda parte porque lo que ocurrió horas después —la cancelación de servicios en el Jorge Chávez debido al apagón de sus luces en la pista— ha excedido en demasía a lo que nos ocurrió a quienes íbamos a viajar ese sábado. Existen, sin embargo, varios elementos comunes que he podido detectar.
Lo primero es que no hay liderazgo. Las decisiones se van tomando sobre la marcha y no necesariamente lo primero que te informan, se cumple. Si con los 250 pasajeros de mi vuelo el manejo del caso ni siquiera involucró el uso de X (antes Twitter), con más de ocho mil el proceso de toma de decisiones de los responsables tiene que haber sido apabullante, así como la comunicación, la implementación y la gestión del bienestar de las personas.
Lo segundo es que LATAM ha hecho un trabajo muy pobre. Nuestra juguera Natalia Sobrevilla volaba a Lima la noche de los vuelos desviados y ha contado en redes que los pasajeros de American Airlines fueron rápidamente ubicados en un hotel, mientras que los de LATAM pasaron la noche en el aeropuerto de Guayaquil, sin solución hasta el pasado lunes 3.
Lo tercero es que los sistemas informáticos tampoco tienen un plan de contingencia ante una demanda tan súbita. Un amigo que tuvo que cancelar su vuelo aquel domingo nefasto recibió un mensaje de la aerolínea que le decía que ya tenía otro programado para el lunes, mientras que la agencia que le vendió el boleto tenía la información de que todos los vuelos de esos días estaban sobrevendidos. ¿En quién se puede confiar?
Finalmente, en una ciudad con el nivel de humedad que tiene Lima, los cortocircuitos y problemas eléctricos son pan de cada día. Los altísimos niveles de los últimos días tendrían que haber levantado la voz de alerta de los responsables —porque hay una empresa responsable, que tiene representante legal y tiene una jerarquía interna— para tener preparados los planes de contingencia. El hecho de que la máxima autoridad afirme que el apagón fue un evento fortuito no hace más que dispersar la responsabilidad, porque para eso se usa el criterio de fortuito o de fuerza mayor en el derecho: es equivalente a decir que fue un “acto de Dios” y, por lo tanto, que no existe responsabilidad humana y, en consecuencia, tampoco debe haber pagos por daños y perjuicios.
¿Un cortocircuito en una ciudad de alta humedad con un aeropuerto al costado del mar es un “acto de Dios”? Supongamos por un segundo que sí y eximamos de la responsabilidad del corto circuito a CORPAC. Pero, ¿dónde estaba el plan B para un servicio esencial para la seguridad aeroportuaria? Porque ese fue el motivo por el cual quedó a cargo de la empresa pública. La inexistencia de ese plan es un acto totalmente humano y nuestras autoridades, todas humanas, tienen que asumir esa responsabilidad.
¡Suscríbete a Jugo haciendo click en el botón de abajo!
Contamos contigo para no desenchufar la licuadora.
Quizá no es simple dejadez sino el desprecio generalizado hacia el ciudadano común, y la total ausencia de «accountability» o como se llame. Un colega europeo me decía hace años cómo un accidente de carretera donde un bus con escolares cae a un abismo sería un escándalo en su país (no diré cuál) pero cómo en Perú esas cosas son «normales». Cada mes mueren decenas de peruanos en las carreteras y avenidas de modo 100% evitable, pero la prensa lamenta el tema dos o tres días y lo olvida. Nunca hay responsables de nada. Y nadie asume culpas, ni el burócrata privado ni el público, porque ambos saben que su mal proceder no tiene consecuencias negativas para ellos, a lo sumo regañados o amonestados (de palabra, eso nunca por escrito), pero jamás sufrirán un descuento de salario, una suspensión sin paga, y menos un despido. Pues la incompetencia va de arriba a abajo, de rey a paje, y nadie desea denunciar a quien actúa con igual indolencia que uno mismo.