O cómo desnudar a una minoría para conmover a una mayoría
Hace poco he descubierto Capote vs. The Swans, la miniserie dirigida por Gus Van Sant que relata la conflictiva relación que tuvo el célebre escritor estadounidense con un grupo de mujeres de la alta sociedad neoyorquina entre las décadas de 1950 y 1970. En el episodio que vi anoche, que es el segundo, una dama de alcurnia caracterizada por Chloë Sevigny le impreca a un Truman Capote interpretado por un impresionante Tom Hollander por qué las ha traicionado al enviarle a la revista Esquire un adelanto de lo que sería su próximo libro: el revelamiento a través de la ficción de las infidelidades e infortunios a las que eran sometidas aquellas señoras de clase alta.
Mientras almuerzan, la mujer acepta ante Capote que lo escrito muy probablemente será considerado arte algún día, pero no puede dejar de preguntarle si habrá valido la pena ser desterrado de aquellas amistades. La respuesta de Capote, con el enésimo trago de ese día en la mano, es un desdén por la superficialidad de su análisis.
Coincidentemente, un par de días antes era yo quien tenía un trago en la mano cuando, entre un grupo de amigos, un ramal de la conversación se desvió hacia la primera novela de Jaime Bayly. Una de mis amigas presentes levantó la voz para recordar que por entonces ella era muy cercana a Diego Bertie y que no le perdonaba a Bayly haberlo sacado del armario tan frescamente cuando, a todas luces, el recordado actor peruano no estaba listo para esa exposición en una sociedad tan conservadora como la nuestra.
Como escritor de ficción, en ese instante no pude menos que simpatizar con Bayly mientras se le criticaba, pero como persona que valora a su círculo más cercano, tuve que quedarme callado. A lo más, señalé que en eso los artistas plásticos la tienen más fácil: uno puede conmoverse con una escultura voluptuosa o con los destellos de una pintura brutal y no enterarse jamás de que la inspiración provino de un arranque de celos o de la infelicidad de un tercero. Las personas que inspiran a los músicos también pueden aspirar al anonimato —a menos que seas expareja de Shakira, claro—, pero eso no ocurre con quienes inspiran relatos, pues gran parte de la conciencia humana se construye a través de las historias que asimilamos, y sus protagonistas, lo deseen o no, nada pueden contra nuestra propensión a convertirlos en referentes emocionales.
En esta plataforma alguna vez conté que Alberto Fuguet me confesó que una de sus pistas para saber si tenía entre manos una novela prometedora –no me lo dijo así, solo cito de memoria– era qué tan incómodas pensaba que podrían sentirse las personas en las que basaba a sus personajes. También me mencionó otro indicador relacionado con su propia vulnerabilidad: que diera mucho pudor o vergüenza ajena mostrar sus pasajes; que la sola idea de que alguien los leyera se asemejara a una invasión.
De todo lo mencionado, se puede inferir que el arte nos toca, quizá más allá de la técnica, por la manera visceral en que nos transmite las emociones que sintió un creador a través de sus vivencias. Me atrevería a decir, incluso, que más nos conmueve percibir la autenticidad de un escritor que catar su prosa bien pulida.
Alguna vez leí que el chisme es el motor de la novela, y el escritor argentino Luciano Lamberti lo recordó también hace algún tiempo. Esto es verdad si, más que centrarnos en su acepción maliciosa, coincidimos en la necesidad que tienen los escritores de contar algo que les quema las entrañas.
¿Qué sería de la obra de Henry James, de Cervantes o de Jane Austen si no hubieran compartido sus evocaciones sobre personas reales?
¿Qué habría sido de En busca del tiempo perdido si Proust no hubiera compartido su pasión por Alfred Agostinelli a través del personaje de Albertine Simonet, ni las impresiones que anotó de los salones parisinos de la belle époque?
Bayly hizo algo parecido ochenta años después, pero prefirió ahorrarse la labor de enmascarar con cuidado a sus contemporáneos. Quizá lo que no le perdonan algunas amistades que comparto con él, ha sido que haya abdicado del deseo de proteger a quienes alguna vez amó.
En esa misma reunión, y ya con un segundo whisky en mis arterias, sí me animé a confesarle a los presentes que cuando tengo la necesidad de convertir en escritura las historias y los gestos de quienes me rodean, me dedico a preparar con antelación un control de daños.
Usualmente, los pongo sobre aviso con cariño. Les deslizo entre bromas mi voluntad de dejarlos bien parados aunque no lo merezcan (a propósito de ello, una vez le dije a mi hermano mayor que iba a construir un personaje maravilloso basado en él, pero que lo iba a retratar como impotente: su rostro de alivio cuando le dije que era mentira fue impagable). Y en esos trances, la vanidad me ha hecho cometer torpes intentos de manipulación que a veces me han sido luego sacados en cara. Si después he sido perdonado, tal vez se deba a que suelo tratar las contradicciones y obsesiones de mis personajes como me gustaría que me traten a mí: a través de la ternura.
Si la vampirización es un recurso mayor en este oficio, es curioso pensar, finalmente, que a falta de mecenas oficiales para los escritores, las personas reales que inspiran sus historias son, de manera involuntaria, los más grandes patrocinadores de sus carreras: en la historia de la literatura ha sido necesario que muchos hayan sufrido en silencio, como los cisnes de Capote, para que muchísimos más hayan disfrutado de un arte que canibaliza para conmover.
No será un gran consuelo para ellos, por supuesto, pero no está de más honrarlos por su invaluable contribución.
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Mmmmm , yo no sentí q me trataste con mucho cariño ni ternura pero descubrí lo q verdaderamente pensabas de mi