Una novela peruana, impresionante pero poco conocida, regresa para deslumbrarnos
Empiezo con una aclaración: voy a escribir unas líneas sobre un libro que he editado. Que he tenido la suerte de editar y de publicar. Espero que sepan disculpar la inelegancia, pero la novela ―y la historia de cómo se originó, algo así como la metanovela― bien merecen esta columna.
Este cuento empieza para mí hace mucho, en circunstancias que me son un poco difusas: recibí el Año Nuevo de 1995 en casa de amigos de amigos, y uno de estos (o de aquellos) era hijo (o no) de un señor llamado Urteaga Cabrera, a quien, tras veinte años, le habían vuelto a publicar un libro llamado Los hijos del orden. El que sería el hijo me habló con mucho entusiasmo de la novela, y del que sería su padre, y de cómo este había vivido unas aventuras rocambolescas con el texto, y luego también sin el texto, y así, y yo escuchaba todo como si estuviese dentro de una alucinación, y quizá lo estaba; y el hijo o quien sea me trajo el libro y que era brutal, me dijo, salvaje, duro, doloroso; y me lo puso en la mano, y recuerdo que me impresionó la tapa, que no tenía nada especial, la verdad, pero era negra y el título salía en blanco pero atravesado por manchas que simulaban sangre, y todo me resultaba muy interesante y extraño. Sangre de niños, aclaró. Sangre de niños peruanos. Salvaje, duro, doloroso.
Unos días más tarde, de vuelta en mí, leí la novela de un tirón, esta vez en una alucinación lúcida, digamos. Conmovido. Impresionado. Indignado.
Tenía razón el hijo que tal vez no lo era: no se sale de esa lectura siendo el mismo.
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El cajamarquino Urteaga Cabrera estudiaba Medicina en Lima la mañana que vio un aviso en la facultad que convocaba a los alumnos “que deseen participar en una investigación con menores antisociales”. Era 1960, tenía veinte años y, según cuenta, una gran desorientación existencial. Se apuntó para dicho trabajo en el reformatorio de menores de Maranga, donde hacía poco se había dado un motín reprimido con brutalidad. Sintió un llamado.
Venciendo los reparos de las autoridades y, sobre todo, la desconfianza de los internos, Urteaga Cabrera se comprometió a denunciar los abusos y las condiciones a las que los adolescentes vivían expuestos. Se los juró con sangre. Hizo cientos de entrevistas durante cientos de visitas, y de todas hizo una transcripción personal. Estaba tan obsesionado que descuidó los estudios: dejó la carrera.
Tras ello, intentó compartir las historias con la prensa, pero ―resumiendo― no logró que nadie le prestara real atención. Nadie se interesaba por el infierno cotidiano de esos chiquillos. Así fue como decidió él mismo escribir el relato, para lo que comenzó a leer y aplicar las enseñanzas de autores con un pie en el periodismo: García Márquez, Mailer, Capote. Tras cuatro años más, había acabado una novela. Era 1969. En Buenos Aires la revista Primera Plana y la editorial Sudamericana convocaron a una nueva edición de su concurso de novela. Urteaga Cabrera mandó la única copia que tenía. Se presentaron 354 postulantes de todo el continente ante un jurado compuesto por Onetti, Severo Sarduy y María Rosa Oliver. Ganó.
Menos de dos meses después, las fuerzas oscuras de la dictadura de Onganía cerraron la revista. Urteaga Cabrera se quedó sin ir a recoger su premio (dos mil dólares de entonces), sin la publicación de la novela y, lo peor, sin la novela misma: el manuscrito se perdió.
En 1972 se convocó en Lima la primera edición del concurso bienal de novela José María Arguedas, para lo cual el autor, sencillamente, volvió a escribir su libro. Ganó otra vez. Abelardo Oquendo, presidente del jurado, dijo entonces que “nadie ha escrito en el Perú una novela tan violenta como esta. Aquí, con una dureza cuya implacabilidad no desvirtúa la hermosa y lúcida ternura que subyace en sus páginas, Luis Urteaga Cabrera historia la rebelión en una cárcel de menores que convergen a ese lugar de horror. A través de las confluyentes biografías de los hijos de un orden atroz, se revelan tanto algunos rostros del país que por primera vez acceden a la literatura, cuanto la calidad extraordinaria de un autor que, de lo inédito, da un salto definitivo a la primera línea de la narrativa peruana de hoy”.
Al año siguiente Los hijos del orden salió, por fin, publicada por Mosca Azul. Trece años después el autor cumplió la promesa que le hizo a los chicos, pero no pudo encontrarlos: todos se hallaban muertos o trastornados o devorados por el sistema carcelario.
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Es difícil comprimir el argumento. Escribí esto para la contratapa del libro:
“Entre las paredes húmedas y los calabozos del Instituto de Reeducación de Jóvenes Delincuentes de Lima —inspirado en el controversial ‘Maranguita’— deambulan Carasa, Guto, Piojera, Chamo, Pigua, Quebrado, Lenguado, Chiricuto, personajes sin nombre real repudiados por una ciudad que nunca los quiso, por una sociedad que solo les ha mostrado los dientes y los puños, por una justicia que no les ha sido justa. Para todos resulta fácil olvidar que se trata de niños. Incluso para ellos mismos. Y, sin embargo, soportan cada día una condena de prepotencia, humillación y maltratos que solo parece romperse el día que deciden fugar.
Pero todo sale mal. Y se pone peor.
Las autoridades de la prisión —los rostros visibles del poder— intentan ocultar los abusos, sin contar con que, a veces, las víctimas vuelven para poner las cosas en su sitio. A gritos. Y entre gritos se da una nueva refriega, un motín que desencadena la represión más salvaje, la locura perversa. El horror.
Coral, ambiciosa, de asombrosa complejidad técnica; múltiple, violenta y lírica a la vez, descarnada y conmovedora, desde hace medio siglo esta ‘novela maldita’ y de culto nos ha subyugado, interpelándonos con una realidad que persiste, que a menudo preferimos no ver”.
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Tuvieron que pasar veinte años más para que apareciera la edición de Arteidea, la que conocí y leí con pasión. Y otros veinte para que saliera la tercera, por la editorial Casatomada. Todas son casi inhallables.
Yo estoy cumpliendo un viejo anhelo, otra forma, más discreta, de promesa, de justicia. No solo logrando que nuevos lectores conozcan este libro notable, sino también abriéndole nuevos rumbos desde México hasta Chile.
Luis Urteaga Cabrera vivió mucho tiempo en la Amazonía, apartado del mundillo literario, lo que no le impidió escribir y publicar títulos notables como El universo sagrado y El arco y la flecha. En 2017 recibió el premio de la Casa de la Literatura Peruana. Murió en 2020.
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