Amígdalas 


Reflexiones tras un sorpresivo diagnóstico médico


Ricardo Sumalavia es doctor en Letras por la Universidad de Burdeos. Fue responsable de la Colección Underwood y la Colección Orientalia en la Universidad Católica, donde actualmente es profesor y director del Centro de Estudios Orientales.Ha publicado los libros de cuentos Habitaciones (1993) y Retratos familiares (2001), los libros de microrrelatos Enciclopedia mínima (2004) y Enciclopedia plástica (2016), y las novelas Que la tierra te sea leve (2008), Mientras huya el cuerpo (2012), No somos nosotros (2017), Historia de un brazo (2019, 2021, 2022) y Croac y el nuevo fin del mundo (2023)


En medio de este sinuoso cambio climático, caer en resfríos, males bronquiales o cualquier otra afección respiratoria, ha cobrado mayor frecuencia. Bueno, el aire limeño ya nos tenía acostumbrado a esto, pero ahora, digamos, esta humedad nos trae más afecciones. En mi caso, por ejemplo, tuve una sorpresa mayúscula a partir de algo minúsculo. Una mañana amanecí con un intenso dolor de garganta. Me sorprendí de la rapidez con que escaló. Para evitar complicaciones, fui de inmediato al médico. Una doctora me recibió con amabilidad y un aire de “otro más con problemas de garganta”. Me auscultó y me dijo que no me preocupara, que era solo una amigdalitis y que en unos pocos días yo iba a estar de maravillas. Antes de que ella se sentara en su escritorio para escribir la prescripción médica, la contuve con una frase. “Eso es imposible, doctora”. Ella levantó la mirada. Sus ojos me delataban que no estaba de acuerdo con que contradijera su ciencia. “Doctora —traté de precisar en un tono menos exaltado—, a los siete años me extirparon las amígdalas”. Ergo, no puedo tener una amigdalitis. Esto no lo dije, solo lo pensé. La doctora tomó aire y me explicó que yo pertenecía a una generación de niños a los que, en los años sesenta, les extirpaban las amígdalas casi como quien les arrancaba un diente de leche. Se creía que era lo mejor. Pero en mi caso, por un error quirúrgico, me habían dejado una minúscula porción de amígdala, al lado izquierdo de mi garganta. “Técnicamente, lo que usted padece es una microamigdalitis”, sentenció la doctora. Tragué saliva. Me costó tragarla, pero lo hice. Me pareció increíble que nadie, hasta ahora, a mis cincuenta y cuatro años, me lo hubiera dicho tan claro como esta doctora. De pronto comprendí por qué, ante estas afecciones de garganta, siempre me dolía ese lado izquierdo. Se trataba de un sobreviviente, aunque mutilado, que persistía en protegerme de bacterias. Esa minúscula porción continuaba la batalla en memoria del resto del ejército extirpado. 

Fue inevitable que una cadena de recuerdos se arremolinara en mí, o tendría que decir que se arremolinara alrededor de esta microamígdala. Me las habían extirpado —una mayor parte, ya queda claro— a mediados de un año escolar, cuando cursaba los primeros grados de primaria. Recuerdo que cuando desperté mi madre estaba a un lado de la cama. Recuerdo haber visto un gran recipiente de gelatina que ella misma había preparado y que era lo único que podía comer ese día. Recuerdo que volví a quedarme dormido. Recuerdo abrir nuevamente los ojos y ver el recipiente vacío. Mis hermanos se habían comido todo el contenido. Recuerdo la ira que sentí, pero que no podía expresar. Recuerdo la gran cantidad de historietas que leí en la convalecencia. Puede que de allí haya surgido mi hábito por la lectura y mi hábito por el silencio. Leía creyendo que algo en mí ya no estaba. Sin embargo, sin que yo lo supiera entonces, la microamígdala también se fue recuperando. Seguramente ella fue tomando conciencia de la mayor responsabilidad que le correspondía. Y batalló muchos años sin yo saberlo. 

A lo mejor, pienso ahora, lo mismo ocurre con muchas cosas —no con todas— que asumimos haber extirpado, sean estas físicas o vivencias, recuerdos sombríos; porque creímos que era bueno hacerlo, porque nos convencieron de que estaríamos más protegidos si negábamos su existencia. Pasado un tiempo, sin embargo, descubrimos que, de uno u otro modo, permanecieron algunos de sus restos que, por más doloroso que parezca, nos recuerdan lo que fuimos y que, si tomamos conciencia de ello, podemos afianzar aún más lo que somos y que queremos ser. Si me duele el lado izquierdo de la garganta, entonces, tragaré saliva y seguiré adelante.


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