Te caigo tal día


De cómo una política de puertas abiertas puede llenar de amistad nuestras vidas 


Después de varias semanas de viajes acabo de volver a mi casa en Londres. Quienes me leen regularmente saben que durante el año paso mucho tiempo fuera de ella, pero lo que quizás no sepan es que en ella recibo a quien lo necesite, incluso si no estoy presente. La principal responsabilidad de mis huéspedes es cuidar de Elmer, mi gato, que es el verdadero casero y que siempre necesita compañía.

La costumbre de recibir gente en casa la aprendí en mi propia familia, pues provengo de una estirpe hospitalaria. Desde chica recuerdo que cualquier excusa era buena para abrir las puertas, no solo a almuerzos y cenas, sino a todo aquel que necesitara morada. Uno de mis primeros recuerdos es de cuando alojamos a unas chicas venezolanas que venían a un torneo sudamericano del deporte que practicaba entonces; tendríamos unos trece años y nunca he olvidado su locuacidad, ni sus dichos caribeños. Igual fue cuando estando en la universidad alojé a unas compañeras de la Universidad de Tarapacá que venían a unas jornadas de Historia. Y cuando a los veintipocos viví sola en Lima, compartí la casa por un tiempo con una prima de mi mamá, y luego con una amiga finlandesa de mi hermana que venía para hacer un estudio.

Existe para esta apertura un tipo de reciprocidad tácita, y diría que hasta cósmica. A través de los años y de mis múltiples viajes, a mí también me han abierto las puertas de sus casas propios y extraños. Por ejemplo, los amigos de mis padres que me alojaron la primera vez que llegué a Madrid y a Hong Kong. Y luego, una cadena que se alarga con los amigos de los amigos. Recuerdo especialmente la primera vez que llegué a París, casi en bancarrota, cuando una amiga que se quedaba con una familia me invitó a cenar. La familia que la albergaba, al enterarse de que me quedaba unos días más, me hicieron dejar de inmediato el hotel y me alojó en un cuartito de la azotea, donde antes vivía el servicio. Hasta hoy atesoro que, sin siquiera conocerme, me hubieran acogido así.

Cuando a mediados de los noventa decidí vivir en Europa, la consiga entre mis amigos fue que entre todos nos apañaríamos. Quienes me conocen saben que he convertido ese pacto en una manera de vivir: en mi casa casi siempre hay espacio, a menos que ya esté llena de invitados.  Honrando esa política, varios de mis amigos me han alojado con todo y familia en Ciudad de México, en Denver, en Las Cruces en Nuevo México, en Boston, en Montreal, en Sao Paulo, en Buenos Aires y en otras ciudades en más de la mitad de Europa. La hospitalidad de mis amigos es legendaria. Una de las razones por las que viajo tanto es ver a los amigos y a la familia, y mis hijos suelen reírse y bromear sobre estas amistades que surgen en lugares impensados del globo.

Con el tiempo llevé la idea de la hospitalidad compartida al siguiente paso y me anoté en un sistema de intercambio de casas. Como ocurre con las aplicaciones de citas amorosas, en esta plataforma se intercambiaba la casa con otra familia para así viajar sin pagar hoteles. Existe incluso una película sobre el tema, en la que dos chicas que intercambian casa terminan con un novio en la ciudad de destino. The Holiday(2006). En nuestro caso era una manera muy asequible de cubrir los gastos de las vacaciones y mis hijos, particularmente, disfrutaban descubrir los juguetes que tenían los niños que allí vivían.

Hoy en la mañana, tras un viaje de casi treinta horas desde el otro lado del mundo, me recibieron en casa algunos de los amigos que se han estado alojando aquí. Jorge, un periodista deportivo argentino, que cayó por ser amigo de una amiga, se despidió agradecido antes de proseguir camino para cubrir el Mundial de rugby en Francia. Olivia, otra huésped incidental, llegó al rato porque —amorosa ella— había salido a buscar algo de comer para darnos la bienvenida a mi hijo y a mí. Le conté que hace muchos años, cuando ella era chiquita, su papá y su abuela nos solían alojar en su casa de Pachacamac y que, incluso antes de que naciera, ella se había quedado con nosotros en Viena. Se trata de amistades que perduran a través de las generaciones. También estaba Irma, quien hace años había trabajado con mi padre. Irma, además, es madre de José, quien este último mes ha fungido de responsable de la casa y me ha ayudado a organizar las entradas y salidas de dos familias enteras y de un amigo de mis hijos. 

A menudo me preguntan si no me molesta tener a tanta gente en mi casa, entre amigos, algunos conocidos y otros perfectos desconocidos. Siempre contesto lo mismo, que nunca me ha arrepentido: así han nacido y se han afianzado amistades; historias de gente que llegó sin que tuviéramos lazos emocionales, solo la referencia de algún amigo, y que ahora se han convertido en amigos entrañables. Amistades a las que en su momento les respondí que la mejor manera de agradecerme era abriendo sus puertas a otros cuando tuvieran la oportunidad. 

Será que el concepto de hogar, para mí, excede el de las paredes cimentadas en un lugar específico. En mi caso, hogar es cada lugar en el que estoy rodeada de gente a la que quiero y que me quiere. 

Eso sí, siempre con las puertas abiertas.


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1 comentario

  1. Nancy Goyburo

    Me hiciste el domingo. Me inspiraste, Natalia! Gracias!
    Algunas veces he hecho lo que tú haces, pero debo emularte mucho más!

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