Testimonio y denuncia sobre el interés por los cachos ajenos
Chica Canela es una activista feminista muy activa en redes. Lingüista y correctora de día, tuitera y cosplayer de noche. Su fiero activismo no es incompatible con su amor por la estética, lo que irrita a algunas corrientes de feminismo más tradicionales y saca de sus casillas a las tradicionalmente reaccionarias corrientes antifeministas. Casi cada mes protagoniza una polémica en Twitter y casi siempre involuntariamente. Es un bombón, pero de cianuro cuando quiere. Este es su debut en Jugo de Caigua, poniendo en su sitio a los incels y a los desubicados.
Hola, me llaman Chica Canela y soy una cornuda. O bueno, lo fui.
Pero, antes de que empiecen a compadecerse de mi situación o a asignarme un sufrimiento que no siento, tengo la obligación moral de confesar que también soy una sacavueltera. Es más, en el colmo de la desvergüenza y con todo el descaro posible, voy a admitir que, en varias ocasiones, sobre todo las más placenteras, he sido la trampa. Sí, en el partido del adulterio he jugado en todas las posiciones y en liga profesional. Y es con la autoridad que me otorga mi vasta experiencia en el sector de los cachos que me atrevo a cuestionar cómo abordamos la infidelidad, especialmente cuando es ajena y pública.
Hace aproximadamente un mes, una chibola manyada salió del anonimato porque acusó al conductor y periodista Jaime Chincha de “convertirla” en su amante. El crimen: hacerle creer que su relación era más seria de lo que realmente era. La pena que exigió: el escarnio público y la condena profesional, porque, en su opinión imparcial y desinteresada, los infieles son pésimos periodistas. No sé cómo explicarle sin reírme que, si los juzgamos a todos —y todas— con esa vara, se extingue la prensa. Sin embargo, no se hicieron esperar los verdugos dispuestos a seguirle la corriente e invitarla a sus programas de espectáculos para que cuente los detalles jugosos de cómo mantuvo una relación sexoafectiva consentida con otro adulto. Guau, realmente impactante. Además, como lo mínimo que un infiel merece, obviamente, es ser azotado en la Plaza de Armas, de preferencia calato, también consideraron válido difundir conversaciones privadas que mantuvo con él mientras fueron amantes, sin otro fin más que ridiculizarlo. Y así, durante días, los medios rebotaron una venganza encendida por el despecho sin que nadie planteara un cuestionamiento serio y real a la vulneración de la privacidad de Chincha.
Tiempo después, las imágenes de la esposa del futbolista retirado Cuto Guadalupe acapararon toda la atención, porque si existe un pecado mayor que ser un hombre infiel es ser una mujer infiel. Uf, eso sí es carne de la buena. El placer con el que los espectadores llaman “cualquiera” o “perra” a aquella que incumpla su obligación social de monogamia es incomparable. No por nada “todas putas” es una de las expresiones más populares en los comentarios de redes sociales. El papel de las mujeres en la infidelidad heteronormativa se restringe a ser engañadas o “mozas”. Serle infiel a un hombre es subvertir el orden natural de las cosas y eso no lo podemos dejar pasar.
Pero esos asuntos de cama, que para cualquier ciudadano de a pie son privados, se difunden en servicio de una causa supuestamente justa y legítima: el interés público o, mejor dicho, el interés del público. Si eres una figura mínimamente relevante, pierdes el derecho a conservar tu privacidad de forma automática. Siempre van a primar las ganas de los desconocidos de juzgar tus decisiones, aunque estas involucren a tus genitales. Aunque también existe otra justificación mucho más “loable” y que es la favorita de los programas de chismes para buscar infidelidades hasta debajo de las piedras: abrirle los ojos a la pareja engañada. ¡Lo hacen por tu bien! Es, aunque no parezca, puro ánimo filantrópico.
Personalmente, me pregunto por qué seguimos considerando legítimo que terceras personas y pseudoperiodistas se hagan ricos por inmiscuirse en la vida sexual de las figuras públicas contra su voluntad. Este modelo de justicia popular, en el que condenamos y castigamos a quienes nada tienen que ver con nosotros por cómo ejercen su sexualidad, como si fuera nuestro derecho satisfacer nuestra ansia de chisme u obligarlos a cumplir nuestros estándares, no es más que una muestra de hipocresía.
Aunque no lo parezca, para nada quiero dar a entender que considero correcto romper un acuerdo de pareja. Correcto no es, bajo ninguna circunstancia. Rico sí puede ser, lo admito, pero correcto jamás. Cuando me tocó a mí ser la cornuda, tuve el privilegio de sufrir mis cachos en privado, procesarlos como mejor me pareciera y tomar decisiones sin un montón de observadores obligándome a preservar una noción ajena de dignidad. ¿Acaso es más fácil llorar con todo el mundo evaluando si tu comportamiento les complace? Por eso no solo es inútil que pretendamos fungir de jueces cuando la infidelidad es ajena, sino que ni siquiera deberíamos haber sido testigos.
La conclusión a la que quiero llegar se puede resumir en una frase que repito seguido y que me parece llena de sabiduría: si no es tu poto, ¿por qué te metes?
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No la he leído, no la «sigo» pero me parece muy centrada la bombón de cianuro.
Vivo bien «alejandría» del Perú por lo que no estoy muy al tanto de sus intimidades pero les comento que en las elecciones donde salió electo el Prosor, me asombró inusitadamente como Guzmán, ( que me pareció el postulante más interesante ) aquel señor candidato Morado, que al inicio convocó la simpatías de los peruanos, sufrió el rechazo moral, el denigre público y el ninguneo político mortal para toda su vida ( creo que no sacó ni el 2% ) por sacavueltero. Oh señor líbranos de esa lacra!
Concuerdo con usted en todos los puntos, la sociedad peruana principalmente estamos acostumbrados a juzgar cuando se trata de aspectos netamente privados, vivimos de la aceptación de los demás en muchos aspectos.