Que la simpática moda de los camélidos no nos oculte la grandeza y drama del pastoreo
Desde hace unos años, un fenómeno global relacionado a nuestros amigos los camélidos llegó para quedarse: se vende peluches, stickers e incluso tarjetas de cumpleaños con imágenes de llamas y alpacas, Apple añadió un emoji para su sistema operativo el año 2018, y en algunas universidades y escuelas hay días en que se llevan alpacas para que los estudiantes las puedan abrazar y acariciar. Ni que decir que un viaje a Machu Picchu sin su respectiva foto camélida parecería no estar completo. Es decir, son un éxito.
Toda esta belleza casi borra el que, por buen tiempo, en nuestro país los términos ‘llama’ o similares fueran usados como insultos racistas en el día a día, en los programas de humor y hasta en las noticias. Algunos todavía recordamos que en la arena política peruana se refirieron de forma despectiva a un candidato como “el auquénido de Harvard”.
Si bien la moda camélida actual es positiva porque nos ayuda a cambiar estas narrativas dañinas, creo que también estamos perdiendo la oportunidad de ver más allá de los bellos peluches y selfies y de, en cambio, explorar un poco los saberes y prácticas tradicionales que hacen que estos animales sean tan especiales en los Andes.
Sabemos que las llamas han servido como fuerza de carga por siglos, pero, ¿qué tanto conocemos de la constelación que lleva su nombre? Del mismo modo que los antiguos griegos interpretaron el cielo desde su propia cosmogonía, los antiguos andinos también dibujaron trazos cósmicos y a las que conocemos como las estrellas Alfa y Beta —parte de la constelación Centauro— en quechua fueron nombradas ‘Llama ñawi’, que en español se traduce como ‘ojos de la llama’.
En la actualidad estas estrellas sirven de guía para el pastoreo y también para pronosticar el clima de la región. Por otro lado, las paqochas —como se llama afectuosamente a las alpacas— son tan queridas por la lana y carne que proveen, que en algunas variedades del quechua hasta tienen una palabra para describir el ‘color alpaca’.
Mi amigo Melchor Quispe Puma es uno de los miles de alpaqueros que están más que orgullosos de sus animales: los alimentan, los pastorean y hasta los llevan a concursos. Es muy común la existencia de certámenes de belleza en donde se evalúa el porte y el pelaje de las paqochas. A veces el premio puede ser apenas un saco de fideos, también dinero en efectivo, pero lo importante es la oportunidad de mostrar el fruto del constante cuidado de los animales. Melchor me contaba que, si bien mantiene prácticas tradicionales, ahora coordina con ONG y facultades de veterinaria para aprender nuevas técnicas de vacunación, alimentación y demás detalles. Si comparto todo esto es porque en aquellos aspectos hay gran inversión económica y laboral de parte de ellos, pero también emocional. Es un trabajo duro que ocurre generalmente a más de 4 mil metros sobre el nivel del mar y que genera mucho dinero, pero no para estos dedicados pastores.
Como expuso el portal de periodístico Ojo Público, la lana de alpaca es un insumo de lujo, y solo en 2022 se generaron 187 millones de dólares con la exportación de fibra al extranjero. Se pagan cientos o miles de dólares para adquirir abrigos y otras prendas de vestir, sin embargo, debido a prácticas abusivas en la cadena de venta, esto no cambia la situación de pobreza y vulnerabilidad de los criadores. Para varias de las comunidades rurales el único contacto con esta industria es apenas un motorizado que les paga algunos escasos soles por este preciado producto.
Durante esta fiebre de popularidad de llamas y alpacas también podemos poner en el centro de la conversación a los pastores que trabajan con mucha tenacidad. Ellos, mediante sus prácticas, no solo cuidan a los queridos camélidos, también abren la puerta de saberes tradicionales que merecen más reconocimiento al ser parte de nuestra cultura e historia. Tal vez, la próxima vez que usemos el emoji de la llama podamos pensar en ellos y apoyar sus luchas por una compensación digna por su trabajo.
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