Abrazar el cringe


¿Por qué causa tanto miedo ser uno mismo?


Creo no ser el único que cada cierto tiempo escucha decir que «ya nadie usa Facebook». Una sentencia contundente,pero también absurda: al 2025, Facebook es la red social con más usuarios activos por mes —cerca de 3070 mil millones—, muy por encima de los que se mueven en YouTube, Instagram o WhatsApp, con un crecimiento prácticamente sostenido desde su aparición en 2004. Otra afirmación igual de frecuente, que acaso matiza la anterior, es que «Facebook solamente lo usan los viejos». De nuevo, nada más lejos de la evidencia: se calcula que casi un tercio de sus usuarios son personas entre los veinticinco y treinta y cuatro años. 

¿Qué quiere decir, entonces, eso de que «Facebook ya fue»?

Me asombra lo categórico, pues cada mañana yo encuentro mi muro lleno de publicaciones, reacciones y comentarios que son muestra de una actividad constante, igual o más entusiasta —quizás patológica— que la de otras redes presuntamente más juveniles. 

Por ejemplo, basta que surja alguna coyuntura política —elecciones, marchas, escándalos de corrupción— y que a mí se me ocurra, contra toda sensatez, emitir un juicio o un llamado a la acción, para que mi post reviente con opiniones en contra y a favor, generando discusiones que de inmediato empiezan a correr por cuenta propia, ya sin necesidad de que yo continúe removiendo las aguas. 

A su vez, cada que alguien publica un libro o comparte una victoria literaria, es en Facebook donde más veo aparecer las felicitaciones, las palmas, las rosas y los corazones. Si se trata de alguna polémica reciente, también es su muro el que mejor convoca, contiene y ordena el debate, las faltas de respeto, las voces que intentan mantener la calma, los memes.

Personalmente, encuentro en Facebook el lugar para seguir en contacto con la familia. Es allí donde miro a mis primos y sobrinos crecer a través de las fotos que cuelgan sus padres. Allí, donde más me entero de lo que hace mi abuelo en su celular.

Y si acaso estos ejemplos refuerzan la idea de que efectivamente hablamos de una red social en la que vamos quedando solo quienes la vimos nacer, habría que recordar que hasta hace no mucho Facebook era también el espacio donde más actividad manifestaba el colectivo literario Poesía Sub-25, así como grupos dedicados a la cultura anime en los que hasta hoy conviven y dialogan usuarios de todas las edades.

¿A qué se vincula la condena al olvido con la que muchos tachan a Facebook? 

Más que un asunto generacional, pareciera más bien que cierta clase de usuario vive aterrorizado por la posibilidad de compartir un espacio con aquellos que no están al día o en onda, casi como si participar del lado menos cool de internet pudiera contaminar sus identidades frescas, eternamente adolescentes, siempre a la vanguardia. Un asunto que podría entenderse bajo la dicotomía joven/viejo, pero en el que también lo económico juega su parte. 

Recordemos, por ejemplo, que plataformas como Instagram o TikTok, cuando aparecieron, funcionaban al 100 % solo desde teléfonos inteligentes. O que Bumble, el aplicativo para citas, fue durante algún tiempo una herramienta exclusiva de iPhone, lo que rápidamente hizo de Tinder, su precursor, el páramo a donde iban a parar quienes no tenían billetera suficiente para ingresar al inmaculado y destellante mundo Apple. Algo así como el Facebook de las interacciones sexoafectivas.

En un video reciente, el comentarista cultural Eugene Healy, organizando el tema de forma etaria, realiza una distinción entre lo que le tocó vivir a la generación millenial y lo que le tocó a la generación Z (o centennial). Según su visión, mientras la primera tuvo relativa libertad y privacidad para ejecutar experimentaciones, fracasos y reinvenciones, los centennials —ya bajo un estado de vigilancia transnacional propulsado por el estallido de las redes— vivieron sus años formativos siendo testigos de cómo aquella sinceridad era castigada por la ridiculización y el meme desalmado. Puestas así las cosas, no les quedó otra que abrazar una aproximación a la vida que fuera muchísimo más conservadora en términos sociales y a nivel de conductas. Nació así la cultura cringe.

Aunque su traducción literal puede remitir a verbos como estremecerse o encogerse, en tiempos actuales el términocringe hace referencia, sobre todo, a la sensación de vergüenza ajena que pueden producirte los demás o que, si no te cuidas, podrías producir tú en el resto. En la vida contemporánea, expresiones como «qué cringe», «me dio cringe» o «eso fue tan cringe» son recurrentes dentro y fuera de internet, encarnando el miedo más común de los jóvenes. No tener absoluto control de tu imagen, esforzarte demasiado o compartir más de lo debido sobre ti mismo —aquello que condenan siglas como TMI (too much information, en inglés) o la muy en boga overshare— componen la ruta perfecta para generar cringe, eso que para algunos no es nada menos que una catástrofe social.

Y aquí volvemos a Facebook, un espacio donde todo aquello sucede en porciones más grandes de lo que ciertos usuarios pueden soportar. Frente al cálculo medido de los 280 caracteres de X (antes, Twitter), frente a la vitrina de imágenes curadas y pulidas de Instagram y frente a la brevedad de los clips de TikTok, Facebook se contrapone como un lugar donde siempre es bienvenido el ímpetu más expansivo, entusiasta y despreocupado del ser humano. Posts que no acaban nunca, fotos de tu mal ángulo paseándose por el muro de todos tus contactos, saludos de cumpleaños de personas que no has visto en décadas (o jamás)… En Facebook, los viejos, los no tan viejos y los más jóvenes intentan encontrar un lenguaje compartido, transgeneracional, que tarde o temprano los obliga a traicionar la personalidad virtual que creían haber gobernado.

Me enternece. 

Y quizás algo tenga que ver mi edad, que no es tanta pero tampoco tan corta, o mi crónica resistencia a los avances demasiado acelerados de la tecnología, la desorientación senil cada vez que un iPhone cae en mis manos. Podría ser eso, pero yo me inclino por algo más simple, un instinto que llevo conmigo desde la cuna: la irritación por quienes, en cada época, creyeron ser los más bacanes, los guapos del barrio, los pretenciosos, fuera con más calle o más sofisticación, a veces simplemente con apatía y desprendimiento. Según como yo lo entiendo: los más aburridos.

Prefiero estar del otro lado. En Facebook. Con mi padre. Con mis tías. Con mi abuelo.


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