La sorprendente representación en tres pueblos cusqueños de la rebelión de Túpac Amaru

Miguel Ángel Farfán Huamán (Cusco, Perú) es bachiller en Comunicación Social por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y maestro en Antropología Visual por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Trabajó en medios de comunicación por más de 15 años y ahora es investigador, documentalista y gestor cultural.
Una mañana de septiembre de 2021, el año del Bicentenario, llegó a mí una información que modificaría definitivamente mis siguientes pasos, quizá incluso el rumbo de mi vida. Cursaba por entonces el segundo ciclo de la Maestría en Antropología Visual en la Pontificia Universidad Católica (PUCP) y había vuelto, luego de más de quince años, a vivir en Cusco. Muchos asuntos me arrojaron de retorno a mi ciudad natal: la pandemia, el desempleo, la cercanía a mi familia en medio de la crisis, pero también una deuda pendiente: investigar un tema que me interesaba desde hacía muchos años: la rebelión de José Gabriel Túpac Amaru.
Esa mañana, llegué a la casa de la actriz Tania Castro, ubicada muy cerca de la fortaleza de Sacsayhuamán. El asunto que nos congregaba, por supuesto, era conversar sobre la memoria de aquel curaca insurgente del siglo XVIII. Ella me relató con fervor muchos de sus trabajos previos: un acto performativo y colectivo de mujeres para reclamar a España los restos de Fernando Túpac Amaru, el hijo menor de José Gabriel y Micaela Bastidas Puyucahua, quien fue encarcelado durante casi toda su vida; una obra de teatro titulada Túpac Amaru vive que escribió su padre, el reconocido actor Lucho Castro; una presentación de narración oral con “historias no contadas” sobre la familia Túpac Amaru… y, entre todo eso, esto: allá, en las tierras del sur, a tres horas de aquí, en las llamadas Provincias Altas del Cusco, a casi cuatro mil metros sobre el nivel del mar, hay un pueblo, un pequeño pueblo que año a año escenifica con sus propios medios aquel enfrentamiento entre españoles e indios de 1780.
El lugar en cuestión se llama Tinta, un distrito ubicado en la provincia de Canchis. Allí se filmó parte de la película Túpac Amaru del cineasta cusqueño Federico García Hurtado en 1983 —premiada en Inglaterra, Japón, Cuba y Colombia— y allí, cada 4 de noviembre, se escenifica la captura del corregidor Antonio de Arriaga a manos de las fuerzas de José Gabriel Túpac Amaru. Este evento histórico dio inicio a lo que la historiadora Scarlett O’Phelan y el antropólogo Jürgen Golte han denominado, respectivamente, la “gran rebelión” y la “insurgencia general”. La puesta en escena involucra a más de cien personas: jóvenes de un instituto ensayan para representar a indios o españoles, según el casting que se realiza. Las autoridades contratan a un actor que encarna a Túpac Amaru y él llega con un elenco que interpreta a los personajes principales, como Micaela Bastidas Puyucahua, Tomasa Tito Condemayta, Cecilia Túpac Amaru y Diego Cristóbal Túpac Amaru, entre otros. Hay utilería y vestuario de la época adquiridos por las autoridades locales. Hay músicos y caballos. Hay, además, una audiencia del lugar que se reúne para ver un espectáculo que trae al presente el hecho más importante de su historia.
Pero no es el único territorio donde esto sucede. Como parte de mi investigación, recorrí, mochila al hombro y cámara en mano, pues mi objetivo era hacer un documental, gran parte de lo que se conoce como las “tierras” o “pueblos tupacamaristas”. Es así que descubrí un universo performativo que conmemora los acontecimientos más importantes y violentos del inicio del proceso insurgente. En la Comunidad Campesina de Jilayhua, parte del distrito de Yanaoca y de la provincia de Canas, el mismo 4 de noviembre, incluso casi a la misma hora que en Tinta, se escenifica la captura del corregidor, pero en el lugar exacto donde dicen que sucedió: la quebrada del cerro Huanccoraccay. Esto, además, marca un enfrentamiento escénico entre las provincias de Canchis y Canas. ¿Quién hace la mejor conmemoración? ¿Quién es más fiel a la Historia? ¿Quién tiene al mejor Túpac Amaru?
En la Comunidad de Tungasuca, del distrito de Túpac Amaru, también en la provincia de Canas, seis días después se pone en escena el ajusticiamiento a De Arriaga. En este caso, decenas de habitantes de la zona, hombres y mujeres mayores de 30 años, personifican principalmente a las fuerzas rebeldes. Ellos recrean cómo los pueblos aledaños se unieron a la causa con arengas pronunciadas en quechua (¡Wañuchuy, Arriaga! [¡Muerte a Arriaga!]; ¡Kawsachun Tupac Amaru! [¡Viva Túpac Amaru!]) y celebran el ahorcamiento del corregidor, a quien cuelgan de un patíbulo hecho de troncos, cuerdas y una polea. A menos de 40 kilómetros, en la provincia de Acomayo, las personas del distrito de Sangarará escenifican la batalla homónima en un campo abierto y frente a la iglesia principal del lugar, con tribunas instaladas y abarrotadas para la ocasión. Casi un centenar de jóvenes y adultos interpretan a indios y españoles y se enfrentan tenazmente hasta quemar una iglesia de utilería y celebrar, en medio del fuego, con bailes la victoria más importante de “sus antepasados”, como los definen ellos y los otros habitantes de Canas y Canchis.
He presenciado estas escenificaciones en 2021 y 2022, año en que además fui a vivir a la zona para poder hacer un estudio etnográfico y registrar en video todo el proceso de preparación, producción y realización de los actos. Entre 2023 y 2024 he seguido visitando y recorriendo los senderos y pueblos tupacamaristas, incluso con otros proyectos de investigación y creación —hace poco terminé con dos compañeras unos talleres de teatro con adolescentes en el distrito Túpac Amaru—, pero aún sigo maravillado por la complejidad de la carga memorial que tienen estos lugares.
Todos estos actos configuran lo que la antropóloga Gisela Cánepa ha denominado “formas de cultura expresiva”, es decir, manifestaciones performativas que (re)definen, transmiten, reelaboran y discuten la identidad y las memoria de las poblaciones. Son creaciones situadas sobre hechos, reales o ficticios, que aunque se repiten cada año y representan una serie de eventos específicos, nunca son iguales, aunque comparten una sola esencia, una base histórica. En ese sentido, más que recreaciones históricas, son representaciones escénicas (performativas) de una memoria colectiva que, a su vez, contiene un amasijo de subjetividades. Las memorias de los pueblos tupacamaristas constituyen una materia dinámica de versiones que tienen como principal potencia el cuerpo para ser expresadas.
En 1973, en un artículo publicado en el extinto Diario de Marka, Alberto Flores Galindo pedía buscar versiones de los propios pueblos sobre los hechos que constituyeron su pasado específico. En las Provincias Altas del Cusco, desde hace más de 50 años se están realizando estas representaciones escénicas que, además, forman parte de una larga tradición de efervescencia creativa sobre la rebelión y particularmente sobre las figuras de José Gabriel y Micaela. Esto incluso es anterior a los tiempos de Velasco Alvarado y su maquinaria propagandística. Hoy, en esas tierras hay autores de canciones, pinturas, esculturas, tejidos y más que dan cuenta de una mirada personal —atravesada por muchas otras más, seguramente— sobre aquel hecho y sus personajes.
En tiempos en los que se busca silenciar discursos alternativos sobre la Historia y donde hay un borramiento de las memorias de los pueblos, es necesario amplificar manifestaciones como las ocurridas en Canas, Canchis y Acomayo. Si existe algún futuro posible, está en el pasado. Pero no en un pasado petrificado y que ha sido visto con ojos imperiales, dominantes, externos, sino más bien con ojos que miran desde cerca y, al menos, desde un intento de horizontalidad. Al revisar aquellos hechos que nos constituyen como país desde nuevas perspectivas, podremos realmente entender —o, al menos, discutir— mejor nuestra complejidad. En las escenificaciones sobre la gran rebelión que se realizan en Canas, Canchis o Acomayo, hay elementos vigentes, como la corrupción, la inacción de algunas personas sometidas y la ambición de otras. La lucha entre el bien y el mal le pertenece a todos los tiempos. Eso es evidente en estas puestas en escena, por ello cuando las huestes tupacamaristas triunfan y el pueblo, el pueblo oprimido celebra, uno no puede menos que emocionarse. Parafraseando a Walter Benjamin, a veces hay que encender en el pasado las chispas de la esperanza.
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