¿Se acuerda de hace cinco años?


Un testimonio personal nos recuerda cómo el mundo cambió tras el Covid-19


En marzo de 2020, hace cinco años exactos, enfermé de Covid-19. Fue antes de que en el Reino Unido —donde residía a tiempo completo— comenzara el confinamiento: recién se había declarado una pandemia mundial y en Perú se acababa de decretar un encierro que se creyó que sería por solo un par de semanas y que nos terminó afectando por un par de años. En su momento escribí un testimonio que publiqué en redes y que sirvió para calmar a algunas personas que no sabían lo que podían esperar del virus. Hoy lo comparto entero para recordarnos cuánta agua ha pasado bajo el puente:

«Nunca sabré cómo me contagie, ¿en el metro? ¿El tren? ¿El supermercado? ¿Me lo trajo uno de mis hijos del colegio? ¿Mi marido y mi otro hijo luego de esquiar en los Alpes? Al final da igual, en Londres está por todos lados. El viernes 13 de marzo fui por última vez de compras y me aislé, dedicada a leer las noticias del mundo con creciente fastidio ante quienes no hacían mucho caso. Tuve ganas de ir al yoga o al cine, pero decidí quedarme en casa y caminar por el parque, más de una hora cada día en absoluta soledad. El lunes celebré porque la universidad, finalmente, decidió que no habría clases presenciales y me puse a preparar clases online.

El miércoles, después de dos noches de dormir muy mal, tomé una siesta porque como nunca tenía un dolor de cabeza muy fuerte. Ese día habíamos ido finalmente al supermercado, que ya empezaba a verse un poco apocalíptico. Esa noche, después de preparar la comida, sentí cómo me subía la fiebre mientras comía. Mis hijos me acusaron de estar nerviosa, pero yo me conozco y no había tenido fiebre desde una salmonela en el 2003. No soy de enfermarme y no había tenido un resfrío en cuatro años, a pesar de que soy asmática.

El termómetro no mintió, 38° C. Me bajé la fiebre con el pañito mojado que recomendaba la abuela y otra vez dormí pésimo. Comencé el 18 de marzo y los días se volvieron una interminable rutina de medirse la temperatura, tomar paracetamol, tomar agua, tomar te de kion y limón. El agotamiento era infinito, dolor de cuerpo, de articulaciones, pasar el día entero en cama y no lograr descansar. Caminar unos cuantos pasos y agitarme. La única suerte que tuve fue tener poca tos y solo un par de noches llegué a asustarme un poco.

Mi marido y mis tres hijos adolescentes no han tenido un solo síntoma y me han cuidado todo este tiempo. Tendría que haber estado más aislada de ellos, pero la verdad es que en casa es difícil mantener la separación. Todos estamos confinados por 14 días y por suerte nos agarró con la refrigeradora y la despensa llenas, porque no podemos salir a comprar y aquí no hay delivery hasta mayo. Un amigo nos ayudó trayéndonos un poco más de paracetamol que consiguió de suerte en una farmacia, además de leche y huevos.

A los siete días me subió la fiebre a 39,2° y me sentí realmente muy mal: se supone que es en ese momento cuando se resuelve si es que mejoras o empeoras. Tuve suerte: al día siguiente me comenzó a bajar la fiebre y ya voy tres días recuperada. El cansancio ha sido mortal y todavía no logro hacer mi vida normal. Sigo sin apetito, comer ha sido lo más difícil y el mal sabor que me acompaña desde que comencé no se va, tengo llagas en la boca.

Pero ya estoy sana, y ya tuve el virus. Aquí solo toman exámenes a los que terminan en el hospital, yo ni me di el trabajo de pedir uno. Sé perfectamente lo que tuve y se supone que en el futuro tendrán una prueba de anticuerpos para que quienes ya lo hemos tenido podamos reconfirmarlo.

¿Qué he aprendido de todo esto? Que hay que quedarse en casa, porque uno puede contagiar desde antes de saber que lo tiene. Que no es mortal en la gran mayoría de los casos, pero igual es incómodo, y le pide mucho al cuerpo para luchar contra él. Cuídense y cuiden a los demás, pero sepan también que a esto se sobrevive ».

Pues bien.

Cinco años más tarde, ya no tengo marido. Ya no trabajo en esa universidad. Mis hijos se hicieron mayores y dos de ellos viven en otros países. Casi nada del mundo que conocí antes de la pandemia sigue en su lugar. Así como para mí, para muchos el cambio ha sido monumental: todos tuvimos que adaptarnos a una nueva manera de vivir, aunque poco a poco se fue comenzando a parecer a como era antes, algunas cosas —aunque imperceptibles— siguen siendo diferentes. Muchos perdieron a personas cercanas, casi todos tuvimos que despedirnos a lo lejos de gente a la que queríamos, y no pudimos abrazar a tantos de los que lo necesitaron. Nos tuvimos que acostumbrar a las pantallas, a la distancia, a las mascarillas, a las vacunas, pero en cuanto pudimos hicimos todo lo posible por olvidar cómo habíamos vivido suspendidos en el tiempo.

Ahora, a muchos se nos hace difícil pensar si algo ocurrió antes o después de la pandemia. El tiempo parece haberse hecho más elástico y esos momentos que pasamos confinados, en los que todo nos daba la impresión de haber ido más despacio, se mezcla y desdibuja porque los días eran muy parecidos los unos a otros. Ya no le tenemos miedo a la enfermedad, pues algunos ya la tuvimos más de una vez, y a ratos no nos acordamos siquiera cómo fue posible que el mundo se paralizara de esa manera: todo nos da la impresión de haber vuelto a la “normalidad”.

Pero ahora que han pasado cinco años, no olvidemos que esa normalidad en la que vivimos en muy precaria y se puede deshacer en cualquier momento. La zoonosis es una espada que pende sobre nuestra especie y los fondos para la investigación científica se han bloqueado en el país que más invertía en ella. Y tampoco olvidemos que, a pesar de las apariencias, el mundo no es el mismo y que todos vivimos aún con las secuelas de la pandemia.


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1 comentario

  1. Isabel Perea Sobrevilla

    Felizmente sobrevivimos para contarlo

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