Ni uno menos


¿En qué momento se normalizó en Perú que un ciudadano que reclama ya no es ciudadano?


Ya se normalizó. En nuestro país, las marchas se han convertido en una actividad de alto riesgo. Cada vez que un grupo se organiza para reclamar contra el gobierno de turno, las posibilidades de que haya muertos son altas y de que haya heridos, altísimas. Los jóvenes que acuden a estas convocatorias, ejerciendo su derecho constitucional a la protesta, saben que serán tratados como delincuentes. Por eso se organizan en brigadas de paramédicos para atender a los heridos; por eso se protegen con máscaras y cascos ante los posibles perdigones y balazos. Hasta los periodistas, que simplemente están haciendo su trabajo, son enviados por sus medios apertrechados como si fueran a cubrir una guerra. Los vemos transmitir enfundados en chalecos, máscaras antigás, cascos protectores; los escuchamos correr asustados cuando la policía arremete contra ellos.

Desde que Dina Boluarte asesinara a cincuenta peruanos que se manifestaban contra su gobierno, en lugar de reflexionar e implementar medidas para que esa barbarie no se repita, las autoridades han insistido en la represión y en un discurso sobre la “mano dura” absolutamente incompatible con un Estado democrático.

Está claro que no nos gobiernan personas capaces de escuchar la calle, ni de atender los reclamos ciudadanos que exigen menos sinvergüencería y más seguridad. Las pruebas de que el Congreso y el Ejecutivo están tomados por individuos preocupados solo por sus intereses particulares y sus componendas son irrefutables y vergonzosas. Son tan conscientes de su falta de representatividad y del odio que han despertado en la población, que ya ni siquiera se esfuerzan por disimular. Sacan y ponen presidentes y ministros que, lejos de apaciguar la crispada situación, la agravan.

Ahí está José Jerí, al frente del país, sin ningún mérito para ejercer ese cargo y con un historial plagado de denuncias que provocan asco e indignación. Bien sentado en la presidencia del Consejo de Ministros lo secunda Ernesto Álvarez, un abogado ultraconservador que, dados sus mensajes en redes sociales y sus posturas cuando integró el Tribunal Constitucional, no muestra respeto alguno por los derechos ciudadanos.

Pero lo que más me sorprende, lo que verdaderamente me llena de indignación, son esos ciudadanos —generalmente de clases acomodadas, a quienes las crisis no golpean, a quienes los sicarios no matan, a quienes les da lo mismo quién esté en Palacio mientras no se les altere la vida— pidiendo sangre. Me refiero a una élite principalmente limeña que, como el premier Álvarez, no tiene empacho en “terruquear” a los manifestantes sin una sola prueba que justifique sus calificativos, mucho antes de que estos siquiera hayan pisado la calle. Se trata de ciudadanos que han olvidado lo que define a una sociedad civilizada: el derecho a discrepar sin ser perseguido, golpeado o asesinado por eso. Son los mismos que el jueves pedían más sangre y más muertos, los mismos que hasta hoy sostienen que los muertos de Dina Boluarte eran “terroristas” sin ofrecer una sola evidencia o indicio al respecto.

Las marchas deben ser pacíficas y quienes se pronuncian en las calles deben respetar la vida de las personas y la propiedad pública y privada. Eso no está en discusión. No debemos tener reparo alguno en condenar los excesos y los delitos. Pero hay un principio que se está perdiendo de vista: un civil no es equiparable a un policía. Un civil no porta armas de fuego; un civil es parte de la sociedad que las fuerzas del orden han jurado proteger. Por eso, ante desmanes, disturbios o delitos, la policía tiene el deber de contener, reducir e incluso apresar a quien viole la ley, no disparar.

En muchos otros países —Francia o Chile, sin ir muy lejos— hemos visto protestas masivas y violentas enfrentarse a una policía preparada y profesional, capaz de responder con las herramientas adecuadas. Mientras tengamos una policía pobremente equipada, mal entrenada y lanzada a la calle con órdenes de hostigar y atacar, seguiremos viviendo en esta barbarie a la que, como decía, nos hemos acostumbrado.

Por Inti y Bryan, por los cincuenta muertos de Dina Boluarte, por Eduardo Mauricio Ruiz Sanz, por todos los jóvenes que vuelven asfixiados, con huecos de perdigones en el cuerpo, con moretones y cortes por los golpes recibidos, debemos decir ¡basta! 

La violencia y la crueldad con que se trata a los ciudadanos peruanos tiene que parar.


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1 comentario

  1. Patricia Zevallos

    Muy buena periodista, muy buen artículo. Gracias Patty del Río, se te extraña.

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