Una reflexión nada legal sobre el matrimonio igualitario
Este fin de semana tuve la gran alegría de asistir a la boda de mis amigos Francisco y Beto. Ambos son peruanos, pero viven en Nueva York, lo que les permitió celebrar su matrimonio con todas las de la ley.
Quienes estamos involucrados en la lucha por el matrimonio igualitario en el Perú podemos terminar, sin querer, guiando demasiado el debate hacia los aspectos jurídicos y los valores constitucionales que hay detrás, y esto se profundiza si, como es mi caso, se proviene del mundo del derecho: en mi nube de palabras aparecen grandes el libre desarrollo de la personalidad, la dignidad, el derecho a la identidad, y a veces me quedo en tales abstracciones. Sin embargo, nada como asistir a una boda como la de mis amigos para recordar que si bien lo legal es importante, tan o más relevante son el simbolismo y el reconocimiento social que hay detrás del acto.
Escuchar los votos de mis amigos fue emocionarme con la síntesis de sus nueve años de relación. Prácticamente una década de risas, preocupaciones, dolor, ilusiones, alegrías, éxitos profesionales, ritos cotidianos, manías, afectos, angustias, fiestas, frustraciones, música. Grandes episodios y pequeños momentos. Todo aquello que le da color y sabor a un proyecto de vida que es compartido por dos personas que se aman.
La emoción era contagiosa, por supuesto. Pocas sonrisas en cualquier ritual humano podían ser más maravillosas que la de las madres de los novios cuando escucharon a sus hijos proclamar su amor, y pocas tan sinceras como las de sus hermanas cuando recibían los saludos y las felicitaciones de los asistentes. Se entenderá la alegría de los amigos que bailamos con la pareja recién casada lo más selecto del latin pop 2000 mientras nos tomábamos los selfies de rigor, o la energía del grupo de valientes que ayudó a que la pareja volara por los aires, como manda la tradición limeña en estas fiestas.
Pero había una razón adicional para esa alegría: Francisco y Beto son de mi generación. Crecimos escuchando en nuestros colegios y en los medios de comunicación que la homosexualidad era una enfermedad, un pecado, una inmoralidad. Algo que no elegimos y que no podíamos cambiar así quisiéramos nos condenaba desde nuestra adolescencia a no ser plenamente felices el resto de nuestras vidas. Nuestra salida del clóset no fue fácil, ni rápida: apostamos por una vida con la que soñábamos, pero sin saber si nuestras fichas podrían ser suficientes para ganarla. ¿Mi familia y amigos me aceptarán? ¿Conoceré a otros gays en esta ciudad? ¿Me enamoraré? ¿Seré correspondido? ¿Algún día podré casarme? Esas preguntas no tenían respuestas claras, pero todo lo que veíamos nos hacía sentir que, al llegar, estarían más cercanas a ser negativas.
Mientras me alistaba para ir a la boda, me imaginé la cara de emoción que habrían puesto sus versiones adolescentes si es que hubieran podido estar presentes en la ceremonia para vislumbrar su futuro. Lo mágico fue que podría jurar que tuve un atisbo de esas versiones en la forma en que se agarraron las manos, nerviosa pero jovial, mientras se iniciaba la ceremonia. Qué privilegio fue haber sido testigo de ese momento maravilloso.
El matrimonio de Francisco y Beto, así como mi matrimonio ocurrido el año pasado, o cualquier matrimonio del mismo sexo, no constituyen solo una fiesta inolvidable: son también el futuro improbable ganándole al pasado que parecía invencible. La ilusión derrotando al cinismo. La celebración de lo que somos, de lo que sentimos y de lo que deseamos para nuestras vidas. La renovación de esa esperanza terca que nos acompaña desde la adolescencia y que se materializa en la mirada cómplice de quien amamos.
Quiera el destino que más pronto que tarde estos matrimonios se celebren también en nuestro país. Porque ese amor que puede ser tan grande como para triunfar sobre todos los obstáculos no se encuentra ni en las telenovelas, ni en las ficciones cinematográficas. Está en estos amigos míos que se dijeron sí y en todas las parejas que siguen soñando con que nuestro país les permita hacerlo.
Muy bien escrito. Qué viva el amor!
Que seamos libres para elegir amar a quien nos nazca. Con más gente amada y aceptada el mundo será un mejor lugar para vivir. Lo veremos…deseo creer que mi hermoso país despertara.
Que viva el amor! Y que nos dé la vida para que en nuestro país se reconozca las familias que lxs LGBTI conformamos.
Querido Alberto: Linda tu historia. Nosotras seguiremos luchando por nuestro derecho a ser reconocidas. Cecilia y yo somos muy felices, hemos logrado mucho, como personas y como pareja; eso nos impulsa a seguir soñando y luchando por vivir a plenitud en nuestro país. Con 22 años juntas sólo nos falta casarnos, porque nos amamos, solo por eso. Seguimos!!!
Que lindo me hizo llorar
Tal cual, más allá de los aspectos legales, el matrimonio está lleno de símbolos y es una decisión “en busca de la felicidad” con el ser amado. Por más parejas felices!
…“son también el futuro improbable ganándole al pasado que parecía invencible. La ilusión derrotando al cinismo. La celebración de lo que somos, de lo que sentimos y de lo que deseamos para nuestras vidas.”
Hermoso.