De cómo Ellen Langer descubrió el poder de la mente en el cuerpo
“Si quieres, puedes” era uno de mis lemas cuando era adolescente. No recuerdo exactamente cómo, pero a mis quince años llegó a mis manos el famoso libro de un joven profesor californiano, Leo Buscaglia, Vivir, amar y aprender. Me fascinó, me conmovió y, sobre todo, me empoderó. Aunque la frase no era una afirmación del autor, mi gran síntesis de aquella lectura fue aquel lema. Repetía la frase en mi mente una y otra vez, tal vez para contrarrestar aquel sentimiento de impotencia y vacío existencial que empezaba a sentir en la adolescencia.
Leer a Buscaglia, a pesar de las burlas de mis hermanos mayores, me fortaleció. Sentía que podía plantarme ante la vida y elegir mi destino. Todo dependía de mis ganas… y estas, de mi mente. Mirando en retrospectiva, esa muletilla mental me ayudó a creer en mí misma y, sobre todo, a “atreverme” en momentos clave de mi vida, como tomar la iniciativa para besar a un chico atractivo o cruzar el océano Atlántico desde Italia para vivir con una conservadora familia de Missouri durante un larguísimo año. O, de más grande, atreverme a escribir estos “jugos”.
En las últimas décadas, la ciencia ha dado enormes pasos en la comprensión del mantra “si quieres, puedes”, o quizás, más precisamente, de la afirmación: “Si crees, puedes”.
Una de las científicas pioneras en este campo es Ellen Langer. Hace unos 50 años, siendo aún una joven psicóloga, diseñó innovadoras investigaciones para entender cómo nuestra mente define nuestra experiencia vital. En uno de sus estudios más conocidos, The Nursing Home Study, dividió a los residentes de una residencia geriátrica en dos grupos: al primero le suministró una buena dosis de afecto y cariño, sin cambiar nada de su rutina cotidiana. Al segundo le encargó tareas concretas, como cuidar plantas o decidir cómo ordenar los muebles de sus habitaciones. Dieciocho meses después, descubrió que los integrantes del segundo grupo mostraban mayor felicidad, mejor salud física e incluso una reducción en la mortalidad. Su estudio fue pionero: recogió una de las primeras evidencias de que si activamos el cerebro con un propósito específico, se activa también nuestro cuerpo. Demostró empíricamente que la percepción de control influye en la salud y la longevidad.
Fue entonces cuando Langer empezó a intuir que la separación mente-cuerpo es absolutamente ficticia, una simplificación que limita nuestra comprensión del comportamiento humano. Y así nutrió su intuición con nuevos estudios.
En uno de los más célebres, el experimento En sentido antihorario (1979) —Counterclockwise, por su nombre en inglés—, invitó a un grupo de hombres de unos 70 años a pasar una semana en un retiro diseñado para parecerse a la vida de 20 años atrás, es decir, a 1959. Antes de llegar al retiro, les pidió escribir breves autobiografías como si fuera 1959, vestirse con ropa de los años 50 y, cuando el autobús fuera a recogerlos, cargar su propia maleta, algo que no habían hecho hacía tiempo. El lugar del retiro estaba decorado con objetos de época: televisión en blanco y negro, periódicos y revistas, radios y libros de 1959. Los señores tenían un encargo: no debían solo evocar recuerdos, sino sumergirse por completo en la ficción de que realmente estaban en 1959. Para ello, debían hablar de sus vidas de entonces en tiempo presente: sus hijos adultos habían vuelto a estar otra vez en la universidad, vivían con sus mujeres, y sus dolencias aún no se manifestaban. Cada día veían programas de TV, comentaban películas de la época y se reunían para discutir “eventos actuales”, como el lanzamiento del Explorer 1, el primer satélite estadounidense (1958); el avance de Fidel Castro hacia La Habana (enero de 1959), e incluso los partidos de fútbol más apasionantes de su juventud.
Langer se hizo una pregunta audaz: si logramos llevar la mente 20 años atrás, ¿podría el cuerpo hacer lo mismo?
Antes y después del retiro, los participantes se sometieron a pruebas de varios marcadores: visión, audición, fuerza de agarre, memoria, flexibilidad e, incluso, longitud de los dedos, para evaluar la artritis. ¿El resultado? En todas las medidas hubo mejoras y su edad biológica pareció disminuir: algunos mejoraron la visión, otros la audición, otros se volvieron más flexibles o más erguidos, aumentando su estatura…. Jueces independientes, que no sabían nada del experimento, compararon fotos del antes y después y afirmaron que los participantes parecían, en promedio, dos años más jóvenes al final de la semana.
Ese hallazgo demostró algo simple y poderoso: no es principalmente nuestro cuerpo lo que nos limita, sino nuestra mentalidad sobre sus límites. “Si quieres, puedes”, o “si crees, puedes”.
Estudios posteriores sobre el efecto placebo —cuando las personas mejoran su salud al tomar una sustancia sin efecto farmacológico porque creen en ella—, y su contraparte, el efecto nocebo —cuando las personas no se curan pese a recibir un tratamiento eficaz porque no confían en él— han ampliado nuestra comprensión del impacto de la mente sobre el cuerpo. También se han documentado casos en los que las personas experimentan alucinaciones solo porque creen haber ingerido un alucinógeno, aunque se les administró un placebo. Otros ejemplos incluyen personas con prediabetes que desarrollan diabetes tras ser informadas de que su nivel de glucosa está “al límite”, o pacientes que mejoran o empeoran solo en función de sus expectativas de salud.
En síntesis, nuestras creencias influyen sobre nuestro funcionamiento biológico. Si creemos que envejecemos rápido, nuestro cuerpo lo expresa. Si creemos que estamos sanando, se activan procesos corporales de reparación. Si el contexto nos etiqueta como enfermos o limitados, actuamos y sentimos conforme a esa expectativa.
En su libro más reciente, El cuerpo consciente. Una ruta hacia la salud crónica, Langer reúne casi cinco décadas de investigación y presenta conclusiones audaces: mente y cuerpo no son entidades separadas, sino manifestaciones de un proceso continuo. Su separación es una ilusión que limita nuestra salud, longevidad y potencial humano. Por eso, cambiar la manera en que pensamos o percibimos el mundo puede cambiar, literalmente, el cuerpo. Y, con ello, nuestra experiencia humana. Como ella lo expresa: “La mente no está en la cabeza; está en la forma en que participamos en el mundo.”
Desde adolescente, creo que lo intuí.
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