Un recuento de 250 años de democracia en estas tierras
Desde la Historia, llevo más de veinte años reflexionando sobre lo que significa el sistema democrático, con énfasis en cómo esta tradición con más de doscientos años en nuestro continente impacta en nuestra vida diaria. En las últimas semanas he editado un número de revista sobre constitucionalismo, y ahora me encuentro en Oxford en un seminario sobre cómo las ideas del sistema representativo han viajado por el tiempo, lo que me ha llevado a ahondar en las siguientes reflexiones.
Cuando hace casi 250 años las trece colonias situadas en la costa hoy estadounidense del Atlántico decidieron separarse de la monarquía británica, comenzaron a construir un sistema inspirado en la antigüedad griega y romana, en las repúblicas italianas del medioevo y en la que se construyó en Holanda, adaptando lo que entendían de ello a su realidad. Los llamados Padres Fundadores debatieron cómo debían federar sus estados, quiénes tendrían el derecho de elegir y ser elegidos, así como la forma de dividir el poder entre el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial.
De una manera similar, cuando los Estados Generales en Francia decidieron que el rey ya no debía dominar la escena política y buscaron establecer un sistema democrático, lo hicieron desde un parlamento, con una declaración de los derechos del hombre y por medio de una constitución. La Revolución, sin embargo, llevó a una oleada tras otra de inestabilidad que terminó con el ascenso de Napoleón, a quien algunos después llamarían un “gendarme necesario”, el hombre fuerte destinado a poner orden, un “césar” después de la caída de la República.
Cuando en 1808 las tropas francesas llegaron a la península ibérica y forzaron al rey español y a su hijo a abdicar ante el hermano de Bonaparte, la reacción en la monarquía hispánica fue sorprendente ya que, al rechazar la invasión y ante la ausencia del monarca, se consideró que la soberanía, es decir el derecho de gobernar, retornaba al pueblo. Esta fue una visión muy revolucionaria, a pesar de hacerlo en nombre del rey ausente. Así, en ese momento introdujeron nociones como el de la libertad de prensa, uno de los pilares del sistema democrático.
En ese contexto se llamó a elegir a representantes a un parlamento que había existido históricamente con el nombre de Cortes y que se reunió en la andaluza Cádiz, la única ciudad aún libre. La Regencia, que gobernaba en nombre del rey, asediada por todos los flancos, tomó dos decisiones sorprendentes. Primero, dio los mismos derechos de ciudadanía a quienes vivían en Europa y a los que se encontraban en América y en Asia, declarando que esos territorios no eran “colonias o factorías”, aunque ciertamente siempre lo habían sido. Y, segundo, le dieron derechos de participación política a los indígenas americanos, así como a las poblaciones originarias de Filipinas, y a los chinos ahí residentes.
Cuando tomamos conciencia de que ya en ese momento se le dio el derecho de votar en una primera instancia en colegios electorales a los indios, vemos que las propuestas de las Cortes de Cádiz fueron revolucionarias. Sin embargo, cuando escarbamos un poco más, constatamos que si bien podían ejercer la ciudadanía, esta no era completa, pues no podían ser elegidos. De la misma manera, la representación que tuvieron las provincias de ultramar en las Cortes no fue proporcional a su población, ya que, de haberlo sido, las posesiones fuera de la península habrían tenido más representantes que las de dentro.
Aun así, fueron medidas audaces. En 1813, una vez parida la nueva Constitución, las autoridades metropolitanas redactaron una proclama explicando de qué se trataba este proyecto político y la hicieron traducir a más de media docena de lenguas indígenas, entre ellas el quechua y el aymara. No se trató tampoco del primer intento de traducir el nuevo lenguaje político a las lenguas originarias, ya que dos años antes los revolucionarios venidos de Buenos Aires al altiplano habían hecho traducir sus textos al quechua, al aymara y al guaraní en un afán de lograr un apoyo de las poblaciones locales.
Sin duda, desde entonces pasaron muchas cosas en nuestro territorio, entre ellas, más de una docena de constituciones que fueron cambiando el estatus de las poblaciones indígenas en la política peruana. Pero no olvidemos que hasta la reforma electoral de 1896, todos los hombres indígenas tuvieron derecho al voto. En el seminario en que me encuentro también me he enterado de que, ya en el siglo XIX, constitucionalistas como Justo Arosemena de Panamá y Florentino Gonzales de la Nueva Granada pedían el voto de la mujer, algo de lo que no se habla casi nunca cuando se analiza el largo y tortuoso camino del acceso al voto universal.
Estos ejercicios históricos nos ayudan a poner en contexto lo que sucede hoy en día cuando en el Perú hay noticias como la de una congresista que tiene a su asesor —que además es su sobrino— haciéndole la pedicura en su despacho. Si bien puede parecer que estas cosas no tienen conexión, creo que sí las hay, porque desde hace más de 200 años tenemos representantes en estas tierras y el sistema democrático nos da la capacidad de ejercer nuestra función de vigilar lo que hacen nuestros representantes y de exigirles cuentas. Si no antes, en las próximas elecciones.
El sistema representativo no es perfecto, y estudiarlo en el largo plazo nos lleva a constatarlo. Pero, dado que con todas sus imperfecciones es lo mejor que hemos logrado encontrar hasta ahora, tenemos que seguir apostando por él.
Por ello, invito a reflexionar muy bien en quién vamos a votar en las próximas elecciones; no solo pensando en la presidencia, sino, sobre todo, en el parlamento: dados los últimos cambios en nuestro sistema democrático, ahora los congresistas tendrán mayor peso.
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