La heroína discreta


Magdalena Truel vuelve para que revisemos el estándar de nuestras conductas 


La semana pasada tuve la suerte de presentar el nuevo libro de Hugo Coya, La heroína silenciosa, sobre Magdalena Truel, heroína peruana de la Segunda Guerra Mundial. Se trata de una novela histórica que no tiene pierde. Les comparto una versión acortada de mis palabras ese día, esperando que los anime a ir por este maravilloso libro.

Cuando era niño, pensaba que los héroes se dividían en dos grupos muy distintos.
Por un lado estaban los superhéroes —con capa, antifaz y poderes extraordinarios— que vivían en las páginas de los cómics y en las pantallas de televisión. 

Por el otro, los héroes de verdad: hombres uniformados, condecorados, que peleaban guerras o lideraban ejércitos. En esa idea de heroísmo no había mucho espacio para la duda, la fragilidad o la ternura. Y, además, parecía que no había lugar para las mujeres en las láminas Huascarán. Esa visión, tan limitada, sigue presente en muchos relatos oficiales. Por eso, descubrir la historia de Magdalena Truel es tan importante.

Magdalena no tenía capa ni espada, y mucho menos un ejército detrás. Tenía una lesión en la pierna, un trabajo modesto en un banco, una caligrafía hermosa y una convicción inquebrantable. Con eso enfrentó a uno de los regímenes más crueles de la historia de la humanidad. 

Hace más de una década, Hugo Coya rescató su nombre del olvido en Estación final, un libro de no ficción, de gran rigor investigativo, que marcó un antes y un después en nuestra memoria colectiva. Allí, en medio de las historias olvidadas de los peruanos que enfrentaron al nazismo o padecieron sus consecuencias, apareció Magdalena Truel, la migrante que se convirtió en falsificadora de documentos para salvar vidas. Gracias a esa investigación, el Perú descubrió que una de las heroínas de la Resistencia francesa había nacido en Lima, que su valentía era una lección de humanidad que nos pertenecía.

Pero La heroína silenciosa, el nuevo libro de Hugo Coya, no es una reedición ni una ampliación de Estación Final. Es una obra que da un paso más: que se atreve a narrar desde la literatura lo que la historia documentó con rigor. Es una novela que nos permite no solo saber qué hizo Magdalena Truel, sino intentar comprender quién fue. En su escritura hay una doble fidelidad: a la verdad de los hechos y a la humanidad de su protagonista. Aquí Hugo escribe con la paciencia del periodista y la empatía del novelista.

La ficción, cuando está al servicio de la verdad —como ocurre en este libro—, no distorsiona los hechos, sino que los ilumina desde otro ángulo. Nos permite entrar en las habitaciones, oír los murmullos, imaginar el frío de las calles de París bajo la ocupación nazi. Y también nos recuerda que toda reconstrucción histórica tiene un límite: el archivo puede registrar los hechos, pero no las emociones que los acompañaron. La literatura, en cambio, puede intentar devolvernos esa textura interior, ese mundo íntimo de pensamientos, miedos y dudas que no deja huellas escritas. 

Magdalena Truel pudo haberse mantenido al margen. Pudo, como tantos otros, sobrevivir discretamente. Nadie la habría juzgado por ello. Pero eligió involucrarse y esa elección le costó la vida. Esa decisión, tomada en silencio, sin testigos ni discursos, es el núcleo de su heroísmo.

Hay un mensaje profundamente actual en esa forma de resistencia. No todos podemos —ni queremos— ser héroes épicos. Pero todos podemos, desde nuestros espacios, desde nuestros oficios, desde nuestras convicciones, actuar contra la injusticia. Magdalena no tuvo armas tradicionales, de las que se emplean en las guerras. Y es hermoso pensar que su caligrafía —su gesto más cotidiano, su oficio más íntimo— se convirtió en su arma más poderosa. En un tiempo donde la crueldad era sistemática, ella escribió con compasión. Donde otros firmaban condenas, ella firmaba la salvación de personas a las que no conocía pero por las que arriesgaba la vida.

Y quizá ahí radica la vigencia más conmovedora de su historia: en recordarnos que la valentía no siempre se manifiesta en grandes gestos, sino en la coherencia silenciosa del día a día. Su vida demuestra que la ética no necesita escenario, que basta un escritorio, una hoja y una decisión para desafiar al poder.

Uno de los grandes aciertos de La heroína silenciosa es que no pretende monumentalizar a Magdalena, sino devolverla a la vida cotidiana, donde su gesto cobra aún más sentido. La vemos caminar por París, doblar una esquina, sostener un lápiz, ocultar un papel, desvelarse por la preocupación. Pequeños actos que, leídos en conjunto, revelan la grandeza de una mujer que nunca buscó ser recordada. 

Hay una escena que me gusta imaginar, inspirada por la lectura de este libro:
Magdalena, sola en su escritorio, en la penumbra, revisando un documento falso antes de entregarlo. Afuera, la ciudad ocupada respira miedo. Dentro, ella traza una firma que salvará una vida. No hay aplausos, ni testigos, ni himnos: solo la certeza íntima de estar haciendo lo correcto.

Un heroísmo que no se mide por la cantidad de enemigos vencidos, sino por la cantidad de vidas preservadas. Un heroísmo que no busca brillar, sino servir.

En tiempos como los nuestros, donde la palabra “héroe” suele usarse con ligereza o ironía, leer esta historia es un ejercicio de reencuentro con su sentido más profundo. Magdalena Truel murió sin traicionar a los suyos. Resistió la tortura y el miedo con la misma dignidad con la que sostuvo su pluma.

Hugo Coya, con esta obra, además de darnos una biografía, no está poniendo delante un espejo. Porque la pregunta que queda flotando después de leer La heroína silenciosa es esta: ¿qué habríamos hecho nosotros? Imagino que todos queremos creer que nos hubiésemos comportado a la altura de las circunstancias. Pero eso nos lleva a la siguiente pregunta: ¿qué estamos haciendo nosotros? Los tiempos cambian, pero la vida siempre nos enfrenta a posibilidades de hacer algo frente a grandes injusticias. Frente a los horrores que siempre acompañan a la humanidad. Esas preguntas hacen que la historia, ambientada en los años más oscuros del siglo XX, tenga plena actualidad.

Quisiera terminar volviendo al principio. Cuando era niño, pensaba que los héroes tenían que ser fuertes, invencibles, capaces de dominar el mundo. Hoy, después de leer La heroína silenciosa, confirmo que los héroes también pueden ser frágiles, cojear al caminar, dudar, llorar. Sé que pueden resistir sin levantar la voz, sosteniendo apenas una convicción en medio del miedo. Sé que pueden escribir en lugar de disparar.

Y, sobre todo, sé que el heroísmo puede ser silencioso, pero su eco —como el de Magdalena Truel— puede durar para siempre.


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