En el primer cumplemés de la muerte del gran cineasta estadounidense, un alegato en defensa de lo ilegible
Fue en un pueblo perdido de Estados Unidos cuando por primera vez vi algo de David Lynch. Corrijo: no algo. Era Mulholland Drive (2001), la película que cambiaría para siempre mi forma de ver películas. Me la presté de la biblioteca municipal, tal como hacía cada dos o tres días con otros DVD que a veces disfrutaba solo y a veces junto con mis compañeros de tráiler. Por cosas del trabajo, demoré en verla más de lo normal. Una noche llegué a casa tarde y encontré a mis amigos mirando los créditos finales. Cuando dieron vuelta, sin siquiera saludarme, me tiraron encima gritos de indignación.
¿Por qué me había prestado esa basura? ¿En qué acababan de gastar casi dos horas y media? ¿Por qué no traía a casa películas más normales? ¿Podía llamarse película a algo así?
La sorpresa me hizo verla en cuanto pude, a la mañana siguiente. Al igual que mis amigos, entendí muy poco o nada. A diferencia de ellos, me sentí libre de rabia, aunque sí gobernado por una intensidad difícil de traducir en un sentimiento legible. Tenía diecinueve años. Nunca nadie me había puesto al frente una cosa así.
Al rato me crucé en el pasillo con uno de mis compañeros:
¿Y?, me dijo. ¿Entendiste la película?
No.
¿Ves? ¡Es una mierda!
Pensé que tal vez podía tener razón. No guardaba demasiados argumentos para contradecirlo. Solamente la exaltación que habían producido en mí sus escenas, la intriga permanente y una pregunta: ¿cómo darle sentido a Mulholland Drive?
Me pasé cuatro días en eso.
Quizás esta historia sería distinta si para entonces yo no hubiese tenido una relación particular con la dimensión onírica. Sufría de constantes parálisis de sueño, alucinaba en los umbrales de la vigilia, dominaba algunos sueños lúcidos y, en general, cada una de mis mañanas se veía profundamente afectada por lo último que hubiese visto o experimentado al otro lado.
Hay gente que dice que no sueña. Yo soñaba en exceso.
Y así un día, con la cabeza caliente de tanto pensar camino al trabajo, contemplando las grandes llanuras estadounidenses por la ventana del bus municipal, las piezas se alinearon.
Mulholland Drive tenía que ser algo así como la representación cinematográfica de un sueño. Personajes que cambiaban de identidad, situaciones penetrantes que no traían ninguna consecuencia, duplicidades, diálogos absurdos, sueños dentro de un sueño, pesadillas que se hacían realidad a la luz del día, en un estacionamiento cualquiera…
Los meses y años siguientes me aboqué a la tarea de ver todo lo que pudiera encontrar de David Lynch, quien de ahí en adelante se convertiría, para mí, en la medida de todas las cosas. Durante ese transcurso, cambié de película favorita –ya no era Mulholland Drive, sino Wild at Heart (1990)–, pero cada cierto tiempo volvía a verla, a enseñársela a otras personas, a seguir disfrutando lo maravilloso de no entender.
Una de estas personas me dijo de pronto que había descifrado la película. Y no solo eso, sino que en ciertos foros de internet corroboraban su explicación. Escuché su versión y tuve que admitir que tenía sentido. Buena parte de lo inexplicable se disolvía si uno le daba a la historia aquel orden.
También buena parte de lo que me gustaba de mirarla.
Por algunos años no lo supe. Pensaba: qué bueno saber de qué trata Mulholland Drive, menos mal ya superé esa pregunta. La seguía viendo con cierta regularidad, ordenándola cada vez más, barriendo sus esquinas oscuras, ahuyentando el misterio.
Hasta que en una de esas noté que la película se resistía. A pesar de mis esfuerzos por encajarla en aquella hipótesis iluminadora, la operación fallaba cuando uno intentaba ser demasiado exacto, flaqueaba si se trataba de forzar las piezas. Como una criatura silvestre, como un sueño que va difuminándose conforme los segundos pasan desde que uno despierta, Mulholland Drive se rebelaba.
Una intensidad difícil de traducir en un sentimiento legible regresó a mi cuerpo.
Decidí entonces que no quiero vivir en un mundo que crea entender Mulholland Drive. Un mundo que crea entender el cine, los sueños; un mundo que crea entenderse a sí mismo. Me rehúso a hacer caso a los foros o a los críticos o a los videos de YouTube que rezan: «FINAL EXPLICADO». Aborrezco el impulso que me lleva a darles clic.
¿De dónde nace la necedad? ¿Qué clase de cableado interno nos empuja a exigir inteligibilidad? ¿Por qué rechazamos todo lo que no pueda reducirse a un orden? ¿Cuál es el chiste de existir así?
Me rehúso. Y recordando las veces en que a Lynch le pidieron explicar sus películas, digo junto a él: «no».
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