Para erradicar el hambre en el mundo ¿producimos más o repartimos mejor?
«En un tiempo en el que la ciencia ha alargado la esperanza de vida, la tecnología ha acercado continentes y el conocimiento ha abierto horizontes antes inimaginables, permitir que millones de seres humanos vivan, y mueran, golpeados por el hambre es un fracaso colectivo, un extravío ético, una culpa histórica», nos resondraba el papa León XIV la semana pasada. Fue en la ceremonia del 80º aniversario de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y Alimentación (FAO), que coincidía con la celebración del Día Mundial de la Alimentación.
Presidentes, primeros ministros, reinas y príncipes escuchaban al Santo Padre con aire aparentemente atento: la italiana Giorgia Meloni, la reina de Jordania, la reina Letizia de España, el rey de Lesoto y el presidente de Uruguay, además del director general de la FAO, Qu Dongyu y el exsecretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-Moon.
Un viejo tema, el hambre de la humanidad. A pesar del aparente compromiso de tantos poderosos y notables, parece que avanzamos como cangrejos: dos pasos adelantes, tres hacia atrás.
El pontífice peruano León XIV nos lo recordó: hoy, entre 673 y 735 millones de personas en el mundo padecen hambre crónica y se van a la cama sin comer. Esto equivale a entre 8,3 y 9,1 % de la población mundial. Otros 2.300 millones sufren inseguridad alimentaria moderada o grave, es decir, no comen de manera regular o suficiente. Es casi la tercera parte de la humanidad. Considerando que cuando se fundó la FAO, en 1945, más del 50 % de la población mundial carecía de una dieta suficiente y equilibrada, hemos avanzado. Pero, aunque hayamos reducido la proporción de personas con hambre, el número absoluto sigue siendo altísimo.
Mientras escuchaba al pontífice recordarnos las escalofriantes cifras, pensaba que muchos de los señalados son peruanos y peruanas. Según la FAO, en 2023, 17.6 millones de compatriotas padecieron inseguridad alimentaria moderada o grave. Muchos fueron niños y niñas a lo largo y ancho del Perú: mal alimentados, se enferman y sufren retrasos en su crecimiento motor y cognitivo.
Sumergida en la impotencia, me dije a mí misma que el hambre es una cuestión esencialmente política. Y el papa León me daba la razón: “El hambre es la señal evidente de una economía sin alma, de un cuestionable modelo de desarrollo y de un sistema de distribución de recursos injusto e insostenible”, remarcó en su discurso en español, como queriendo subrayar su identidad y su cercanía a los pueblos sufridos del mundo.
Parte de ese modelo fue el paquete científico y tecnológico de la Revolución Verde, que se nos vendió como la solución definitiva al hambre mundial en los años 50 y 60: fue exitoso en cuanto logró triplicar la producción mundial de cereales y de otros cultivos mediante semillas híbridas, fertilizantes sintéticos, pesticidas y riego intensivo. Pero, aunque aumentó la producción y alimentó al mundo, no erradicó el hambre. Además, su enfoque productivista mostró una cara oscura. La agricultura intensiva basada en monocultivos, combustibles fósiles y agroquímicos es hoy responsable del 26 % de las emisiones globales de gases de efecto invernadero, del 80 % de la deforestación y del 70 % del consumo mundial de agua dulce. Ha provocado la pérdida de más del 60 % de la biodiversidad terrestre y la degradación de casi un tercio de los suelos cultivables del planeta, hoy erosionados y salinizados. Sin contar el impacto silencioso de prácticas agrícolas que agotan los acuíferos, contaminan nuestros ríos y mares con nitratos y fosfatos, y crean dependencia en los pequeños agricultores de grandes corporaciones que controlan las semillas, los insumos y el comercio internacional de alimentos.
El modelo ha producido también numerosas paradojas: el 30 % de los alimentos se desperdicia y la obesidad se ha vuelto una epidemia, incluso en los países pobres.
Arrastrada por su propio éxito, la ciencia ha sido cómplice de esa “economía sin alma”. Hoy, el propio director de FAO señala que la agricultura industrial no da más y que es necesario transformar los sistemas agroalimentarios para que todos podamos comer bien sin destruir la Tierra. En una reciente publicación en la revista Nature, un grupo multinacional de científicos propone tres cambios cruciales en el sistema alimentario para no devorar el planeta: reducir el desperdicio de alimentos, restaurar las tierras apoyando a las comunidades rurales, y sustituir la carne con alimentos marinos como algas, peces y moluscos obtenidos de forma sostenible.
En la revolución agroalimentaria que necesitamos, la ciencia ciertamente puede dar una manito. El programa Mano de la Mano (Hand-in-Hand) de la FAO, lanzado en 2019, se apoya justamente en datos científicos para acelerar la transformación de los sistemas agroalimentarios. Su plataforma geoespacial combina información satelital, censos agrícolas y variables climáticas y socioeconómicas para identificar territorios con alto potencial productivo y mayores niveles de pobreza rural, priorizando la inversión donde el impacto sea más significativo. En el Perú, la iniciativa está activa desde 2021 y, junto al Ministerio de Desarrollo Agrario y Riego, ha identificado inversiones potenciales de más de USD 238 millones en cadenas como papa nativa, palta de altura, quinua, tarwi y fibra de alpaca, que podrían beneficiar a unas 110 mil familias andinas. El contrato de cooperativas de Junín para suministrar 600 toneladas de papas nativas a Tiyapuy —marca de alimentos orgánicos— es un ejemplo virtuoso de encadenamiento productivo con comunidades vulnerables y está inspirando acciones similares en regiones donde el hambre acecha, como Huancavelica, Junín y Cajamarca.
El mensaje es claro: la prioridad no es solo producir, sino repartir mejor, reducir el desperdicio, restaurar suelos degradados y adoptar prácticas agroecológicas. Solo con políticas públicas valientes, inversión dirigida y el apoyo a las comunidades rurales podremos cerrar la brecha del hambre y construir un sistema alimentario justo, inclusivo y sostenible que no destruya el planeta. Y nunca está de más que nuestro papa nos lo recuerde.
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