Lunes nueve, siete de la noche


En plena clase de escritura creativa una sorpresiva vacancia presidencial nos da un golpe de realidad.


Desde una remota computadora de una universidad en Lima el amable operador pulsa la tecla y en mi pantalla van apareciendo los asistentes. 

          Los saludo, me saludan, esperamos un par de minutos hasta que se haya conectado la mayoría. Mientras tanto, intento romper el hielo. Antes lo he hecho con el resultado de algún partido de fútbol o con el último chisme en las redes, pero esta vez algo serio flota en el ambiente: en el parlamento peruano se está realizando una votación por la vacancia presidencial.

          “Esperemos que al terminar esta clase —bromeo— encontremos un país sin novedad”. 

          “¡Ay, sí…!”, se le escapa a una asistente. 

          Es la mayor. Los demás asienten.

          Les solicito los relatos que les encargué la clase pasada y uno a uno van apareciendo en la pantalla. Sus autores los leen y los oigo complacido: ahora son menos obvios. Los hechos se administran por cuotas, los adjetivos ceden su lugar para que las acciones describan, los lugares comunes se han espaciado.

          Al cabo de media hora nos toca repasar ese componente crucial de los relatos que es el diálogo.

          “Dense cuenta de que, en la vida real, la gente no habla en difícil”, les digo.

          Ciertos rostros asienten, algunas manos apuntan.

          “Noten también que las personas pensamos una cosa y solemos decir otra”, les recuerdo, mientras se me escapa otra ojeada a la luz intermitente de mi celular. 

          “Nunca pongan en boca de sus personajes hechos que el lector ya sabe a través del narrador”. Suspiro. “Y jamás permitan que sus personajes expresen cómo se sienten: que sea el lector quien lo intuya por sus acciones”.

          Les propongo escribir diálogos juntos. Asienten y las sugerencias se suceden en la pantalla:

          —¡Ya se jodió ese huevón! —ruge Antauro, levantándose de su catre–, todo avanza como la puta madre.

          —Más solapa, profe —el custodio le señala el celular—. Después me cae a mí.

          —Qué te va a caer, oe —el recluso se golpea el pecho—, si estás con papá.

          En ese momento mi novia se asoma a la puerta y yo la miro de reojo. Susurra desencajada. En la pantalla una chica me pregunta cómo se puede diferenciar lo que dice un personaje de lo que piensa.

          Yo la miro. Dudo. Tartamudeo y, a mitad de mi respuesta, desisto. 

          “Les pido disculpas, pero acaban de vacar a Vizcarra”.

          Un coro de voces se lamenta, dicen “nooooo”, dicen “ayyyyy”.

          Mi teléfono sigue titilando y pienso en mis hijas que, allá en Lima, tal vez se están preparando para salir a marchar. 

          “Les ruego que tratemos de convertir el tiempo que nos falta en una burbuja de sensatez”, les propongo.

          Los rostros asienten. Un rato antes habíamos observado cómo, en las ficciones, los personajes se definen según sus parlamentos. En la realidad, también. 

          ¿No es el destape de diálogos rastreros lo que siempre nos termina levantando contra la corrupción organizada? 

          En los minutos que faltan nuestros diálogos se alejan de aquel preso, hermano de un expresidente, y se adhieren a otros personajes: al dueño de una universidad bamba que, arrestado en una clínica, negocia a través de su partido la desaparición del organismo que la ha desaprobado; a la hija de otro expresidente preso que busca pactar la liberación de su padre para catapultar su candidatura; a un viejo político que ayudó a Vizcarra a tomar el poder y que, vengativo, negocia desde hace meses cómo devolverle la traición; a un cónclave de aristócratas conservadores que, aliados con esos congresistas sin escrúpulos, ven la oportunidad de imponer con un complot lo que no pudieron lograr en las urnas.

          ¿Sentirán mis alumnos, como yo, que al ficcionar estamos entendiendo como nunca la realidad?

          Nos dan las nueve y nos despedimos desencajados. 

          Algo se ha terminado de romper en nuestro país.

          Algo que estaba rajado y que esperábamos que aguantara un tiempo más: los hocicos han terminado de hacer presión y, tras ellos, brillan los ojos de las ratas. 

          La que ha sido expulsada se aleja con aparente dignidad, esperando tiempos mejores.

          Quizá sea bueno empezar la siguiente clase con una fábula.

4 comentarios

  1. Enrique Acosta

    La fabula donde los personajes no comen chicharrón., otros que resucitan solo para hacer daño y llenarse los bolsillos de plata en el menor tiempo posible. Que se jodan todos si estas en contra de ellos eres terruco o delincuente asco de politicos.

    • gr

      Somos, en efecto, el país de las mil fábulas. Muchas gracias por el comentario.

  2. Dina Neumann Puppi

    Gracias!
    Seguí el taller con Carlos León Moya, y oh! maravillosa visión, puedo intentar radiografiar los escritos, inclusive los de mi propio maestro y los míos. Sin arrogancia por supuesto! La escritura es una herramienta para expresar las diferentes capas de nuestro entendimiento, pienso. Su historia Gustavo es una de esas capas y traspasa la mía. En mi propio zoom con familia por mi cumpleaños, al ver la cara desencajada de mis hermanos mayor y menor, super bien informados e igual de colgados que yo con las noticias del Congreso, tuve que despedirlos para cambiar de «mood» y engancharnos en la desgracia que observábamos. «Disculpen familia, pero la debacle nos llama». Y así estamos.

    • gr

      Pronto celebrarás con tu familia, Dina, el fin de esta pesadilla. Luego nos tocará exigir un sueño posible.
      ¡Cariños!

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