Reflexiones a la distancia a raíz de la violencia
Alejandro Neyra es escritor y diplomático peruano. Ha sido director de la Biblioteca Nacional, ministro de Cultura, y ha desempeñado funciones diplomáticas ante Naciones Unidas en Ginebra y la Embajada del Perú en Chile. Es autor de los libros Peruanos Ilustres, Peruvians do it better, Peruanas Ilustres, Historia (o)culta del Perú, Biblioteca Peruana, Peruanos de ficción, Traiciones Peruanas, entre otros. Ha ganado el Premio Copé de Novela 2019 con Mi monstruo sagrado y es autor de la celebrada y premiada saga de novelas CIA Perú.
Hace unos días el discurso del premier Alberto Otárola para solicitar la confianza en el parlamento hizo referencia a los días trágicos y confusos de la rebelión de los hermanos Gutiérrez en julio de 1872. Recientemente Dante Trujillo, arrendador de esta columna, publicó Una historia breve, extraña y brutal, que busca desde su propia experiencia frente a los hechos históricos entender qué pudo llevar a que Lima se viera envuelta en una espiral de violencia y caos que terminó con dos de los hermanos —que dieron un golpe de Estado y ordenaron asesinar al presidente José Balta— con sus cuerpos colgados de las torres de la catedral de Lima y quemados después en una hoguera en la propia plaza de armas, en medio de una batahola y ola de furor pocas veces vistas en estas tierras y que duró varios días. Mas allá de la calidad innegable del texto de Trujillo, su lectura y la cita de este suceso suscita en mí un par de ideas en medio de estos días de profundo dolor por la pérdida de tantas vidas de peruanos en el centro y sur del país. La primera tiene que ver con la poca existencia de textos no académicos que tengan interés por nuestra historia, partiendo desde la ficción; la segunda, más difícil de entender, es cómo hacer para recuperar la confianza en las instituciones, en el diálogo y en la palabra empeñada. Disculpen si lo explico de manera desordenada, son apenas ideas generadas también en un momento de confusión.
Si bien es cierto que hay algunas novelas históricas peruanas publicadas recientemente —incluidas algunas de quien esto escribe—, no parece tratarse de una tendencia marcada en nuestra literatura, pese a la riqueza de nuestra historia y de nuestra cultura. El contexto del Bicentenario, que pensé propicio para ello, ha dado muchos y muy notables textos académicos, pero muy escasas ficciones. ¿Tiene esto alguna explicación o relevancia? Personalmente, creo que sí, pues los cuentos o novelas permiten complejizar los hechos para entender que los protagonistas de las gestas, de las batallas o de los actos históricos, son personas como nosotros, con dudas, contradicciones, dolores y alegrías. La ficción permite construir relatos indelebles cuando nos aproximamos a la historia. Recordamos, incluso, falsedades como el sueño de San Martin, y aprendemos fechas y nombres de héroes y batallas, pero no nos sentimos cercanos a esas personas que ocupan pedestales y fueron más que generales o tribunos. La historia reciente, felizmente, busca recuperar el papel de las mujeres, los indígenas, los afroperuanos y otras comunidades invisibilizadas en la Independencia, por ejemplo, pero pienso —quizás ingenuamente— que la literatura ayuda a comprender mejor el alma humana y aprender, por ejemplo, que el proceso de la Independencia en 1820 y 1821 tuvo éxito gracias a la batalla de las ideas y al inteligente trabajo de persuasión que inició San Martin con Torre Tagle antes que en las escaramuzas y luchas que se dieron en esos años. Y que no es posible entender nuestra independencia sin valorar los textos escritos y los compromisos que estos generaron para dar paso al nacimiento de una nueva nación.
Lo segundo, que me permito colegir de esta reflexión sobre los años de la Independencia, es más complejo y tiene relación con esta otra tarea que siento que nos está faltando y que a veces, creo, la literatura expresa y comprende mejor: recuperar el valor de la palabra. San Martín escribía cartas mientras Monteagudo organizaba imprentas para publicar sus diarios en un momento de extrema polarización, pero sabiendo que el valor de la palabra era fundamental para que el proyecto libertador tuviera éxito. Una palabra que se cumpla, por supuesto. Así se fueron ganando adhesiones de notables como Torre Tagle y de organizaciones de lo que ahora se denomina sociedad civil, que permitieron que la proclamación de la Independencia se vaya consolidando hasta confirmarse, esta vez sí, con hechos de armas.
Lamentablemente, después y por muchos años hemos ido creciendo como país sin que la gente valore la palabra empeñada. Cambiamos constituciones y leyes pensando que por arte de magia ellas traen soluciones y que con eso podemos responder a situaciones de pobreza y marginación que dejamos progresar por décadas, como si quisiéramos solo dejar que el polvo se siga ocultando debajo de las alfombras, mientras nos contentamos con promulgar normas sin contenido y hablar de temas abstractos sin responder realmente a las necesidades de las personas, peor aún, sin siquiera ser capaces de atenderlas, de escucharlas y de respetarlas.
Sigo creyendo que la cultura es capaz de hacer que nos comprendamos mejor, que nos sintamos como iguales, que percibamos que el otro es tan peruano como nosotros y que cuando le hablemos lo hagamos con franqueza y con verdad, recuperando el valor de la palabra. Viviendo en el exterior, uno se da más cuenta de que los peruanos nos emocionamos con nuestras manifestaciones culturales, desde la cocina y la música hasta las danzas y artesanía. Y estamos orgullosos cuando hablamos de nuestros sitios arqueológicos y de nuestras manifestaciones culturales, tantas y tan diversas que deberíamos ser capaces de reconocer e integrar para entender que la riqueza del Perú está en su diversidad.
Una de estas manifestaciones es, por ejemplo la festividad de la Virgen de la Candelaria en Puno, patrimonio de la humanidad. En esa región tan dolida ahora, el diálogo con quienes organizan esta festividad quizás pueda dar paso a entendimientos para traerle paz, siempre que se cumpla la palabra empeñada en cualquier acuerdo, generando la confianza previa fundamental antes de entablar cualquier conversación. Para ello debemos vernos como iguales, entendiendo que, aunque vistamos ropas distintas, tengamos costumbres diversas o hablemos de manera diferente, somos parte de un mismo proyecto común que se llama Perú, en el cual, como en los bailes propios de esa fiesta religiosa, todos podemos participar. Solo así quizás podamos dejar atrás la confusión que parece hoy reinar, salir de esta crisis y construir ese país que soñaron nuestros antepasados y que queremos para nuestros hijos.
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