Fumigar peruanos


¿Es necesaria una guerra civil para que entendamos la violencia de nuestras palabras?


Era un adolescente cuando me enteré de que en España había habido una guerra civil acontecida treinta y dos años antes de mi nacimiento. Un profesor lo mencionó muy de pasada y fue un dato más entre las docenas de enfrentamientos que se consignan ante las pizarras de secundaria como parte de la historia de la humanidad. Algo de interés le añadió a aquel conocimiento enterarme luego de que nuestro poeta más celebrado le había dedicado a esa conflagración un poemario adolorido, pero no fue hasta mucho después, cuando leí las dos obras complementarias de Javier Cercas que se centran en la Guerra Civil de España —Soldados de Salamina y El monarca de las sombras—, cuando empecé a entender la sustancia de la que estaba formada su horror.

La novela es uno de los inventos más prodigiosos para que tratemos de entender espacios que no están a nuestro alcance en el lugar y en el tiempo. Uno podría leer en una hemeroteca todos los despachos enviados desde la Guerra de Yugoslavia y llevarse una cabal idea de cómo se desarrollaron los acontecimientos, y hasta podría ver una película inspirada en esos días, captar la forma de los ladrillos en las calles bombardeadas y hasta emocionarse con lo que le ocurre a los personajes, pero hasta que un gran novelista no hace uso de su destreza, es casi imposible intentar entender el por qué de aquel horror: cómo pensaba la gente que salía a trabajar en los días previos a la tragedia, qué decían los políticos y cómo sus voces eran manipuladas por los medios interesados, a qué olía lo cotidiano, de qué manera las inquinas familiares encontraron en las diferencias ideológicas una manera de ser explotadas.

Mejor que yo lo dijo Proust, obviamente, cuando le confesó en una carta a George Sand que, como novelista, siempre se había esforzado por llegar al alma de las cosas.

En el Perú hubo nueve guerras civiles durante el siglo XIX y, por supuesto, hoy nadie siente algo al respecto, a pesar de que en su momento causaron dolor en compatriotas de carne y hueso. Digamos que aquellos hechos no nos dejaron un legado narrativo. Distinto es el caso de nuestra época de terrorismo que, aunque no fue una guerra civil, por su relativa cercanía en el tiempo sí ha dejado emociones removidas entre quienes la vivimos y la triste certeza de que, a pesar de lo sufrido, no hemos conversado lo suficiente entre nosotros, sin echarnos culpas, para entender el magma que hizo erupcionar esa tragedia: la desconexión del poder con lo que muchos ciudadanos postergados sienten y reclaman, el racismo que aparece hasta en el gesto más mínimo, el desprecio de muchos peruanos hispanohablantes a las lenguas originarias que hablan una gran cantidad de sus compatriotas, el centralismo altanero que no puede entender un dolor y una indignación acumulada por generaciones; todos ellos, ingredientes de una receta que sigue produciendo violencia social y política.

Acercarme a la literatura que trata de entender el “alma de las cosas” en la Guerra Civil de España y en otras conflagraciones me llevó a empezar a comprender cómo es posible que vecinos y hasta hermanos se hayan enfrentado a fuego y sangre por diferencias políticas. Lamentablemente, hoy no puedo dejar de temer que esa violencia entre ciudadanos que antecede a las guerras internas pueda estar ocurriendo aquí mismo, entre nosotros. La intuyo cuando un supuesto amigo le ha quitado el habla a otro porque no votó por su candidato; cuando sin ningún análisis un conocido le dice a otro “rojete” y el otro le responde “bruto de derechas”; cuando se le llama “terrorista” a cualquier persona que protesta —un error que no solo es propio de la derecha, porque hasta Lula da Silva acaba de caer en él—, cuando vemos que cualquier peruano puede decir hoy alegremente “que les metan bala” a compatriotas que protestan y salir impune socialmente. O, como relató Natalia Sobrevilla en su último artículo en este portal, cuando alguien en una mesa entre amigos comenta que “hay que fumigar al país”, como si un compatriota fuera una cucaracha y no un ser humano, sin que nadie lo ataje por hacer apología del genocidio.

Lo trágico y a la vez maravilloso de las palabras, es que son deseos en camino a su materialización. Sigamos dejando impunes estas verbalizaciones, acabemos por normalizarlas, y temo que la gran deflagración terminará por estallar.

Quien sabe, quizá algún gran escritor nacido entre nosotros encontrará en esas palabras con deseos de muerte el mejor material para hacer entender a nuestros descendientes esa tragedia a través de una novela maestra. Un consuelo idiota, pero consuelo al fin.


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1 comentario

  1. Así mismito es Gustavo, un novelón magistral sobre las vicisitudes de este Perúmanta único le está esperando a un escritor magistral. Difícil escribirlo cuando las papas están aún quemando, cuando el humo aún no se disipa y la sangre caliente continúa corriendo, aunque ya llevamos 7 presidentes como protagonistas y otros tantos años en crisis perpetua. Cuando la locura del Covid empezó y se desataron los demonios, quise poner en negro sobre blanco la encrespada naturaleza del humano en esos instantes y así salió un cuento «Sopa de Murciélago». Hace un año cuando asomó el Prosor igualmente quise radiografiar el sentimiento peruano y apareció «El Queso» otro cuento corto.

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