Esas burbujas que matan la democracia 


A propósito de las recientes audiencias en el Congreso estadounidense


Hace unas semanas, la Cámara de Representantes del Congreso estadounidense empezó las audiencias en vivo para compartir los hallazgos de un año de investigaciones sobre el intento de toma del Capitolio del 6 de enero de 2021. Como se recordará, aquel miércoles, faltando diez minutos para las dos de la tarde, una multitud de partidarios de Donald Trump irrumpió en uno de los locales emblemáticos de la democracia occidental, muchos de ellos con armas y cócteles molotov, con la esperanza de revertir la inminente certificación en el Senado de Joe Biden como nuevo presidente de los Estados Unidos. No muy lejos de allí, momentos antes, Trump se había dirigido a sus partidarios en un mitin y en él expresó que “nunca aceptaría la derrota”, y que si sus partidarios no luchaban “como el infierno”, ya no iban a tener un país en el cual vivir. Con esos modales imperativos le dijo también a la multitud ansiosa que esperaba que su vicepresidente –que también era presidente del Senado– no certificara la victoria de Biden en dicha cámara: “Mike Pence, ojalá hagas lo que tienes que hacer por el bien de nuestra Constitución y el bienestar de nuestro país”.

Al final del día los muertos en el Capitolio fueron cinco, los policías heridos fueron más de 140 y los detenidos, más de 700. Los números arábigos tienen la belleza de simplificar magnitudes, pero también la capacidad de exiliar sentimientos: la grave estocada a la democracia y el terror de esas horas se fue desvaneciendo con los meses, pero la primera audiencia de la comisión del congreso se encargó de que lo volviéramos a sentir. Al menos eso es lo que ocurrió el pasado 9 de junio con los 20 millones de espectadores que siguieron la primera entrega del informe en vivo. Los videos mostraron desde el aire el hormigueo de los miles de fanáticos rumbo al Capitolio aquella tarde, la desesperación de los pocos policías ante la turba de iracundos vestidos de camuflaje, el derribamiento de los retenes y el desborde casi líquido de la masa; los gritos, las arengas, los mástiles, los fierros recogidos al paso siendo usados como lanzas; la rotura de las ventanas para entrar al complejo, la multitud compacta recorriendo los históricos pasillos, los congresistas y el vicepresidente Pence siendo llevado junto a su hija a un cuarto seguro en el sótano, la horca levantada afuera mientras las voces gritaban que había que colgarlo. 

¿Cómo se llegó a ese acto de barbarie colectivo?

Testimonios del entorno de Trump de esos días dan cuenta de un hombre que, cual niño engreído hasta la ira, se negó a perder. Luego de la elección en octubre de 2020, Ivanka Trump le dijo a su padre que aceptara la derrota. El fiscal Barr, aunque cercano a Trump, tampoco se distanció del sentido común: le dijo que no había razones para esgrimir un fraude, que no creyera en fake news. Literalmente, le dijo que todo era bullshit.

Un hombre envanecido como Trump, que se rodea de multitudes alineadas con su pensamiento, puede llegar a sentir que el mundo es su parcela y que Dios está con él. Sin embargo, para mayor tragedia, hubo un grupo reducido que rodeó a Trump con las palabras que el antidemócrata quería escuchar. Según el comité investigador del Congreso estadodunidense, un Rudolph Giuliani aparentemente ebrio le aconsejó al presidente saliente  que se colgara del supuesto fraude, y el abogado John Eastman le dio esperanzas de que la elección podía ser revertida legalmente. Del diálogo entre esos tres hombres acostumbrados a ser los dueños del podio surgió la corriente que luego se convertiría en el aluvión del 6 de enero, alimentada por los tuits de Trump llamando a desconocer la elección, por republicanos que movieron las cuerdas en los estados afines y por las teorías de conspiración que los fanatizados suelen convertir en palabra sagrada. 

Pero esto no es novedad en Perú.

Cuando Keiko Fujimori perdió las elecciones de 2021 contra Pedro Castillo, no reconoció la derrota y el “fraude” se hizo gigante en la mente de quienes apoyaron esa teoría. Acusaciones hubo muchas, pero nunca hubo una prueba. Los acontecimientos en ambos países se desarrollaron de manera distinta, pero la herencia ha sido parecida: una sociedad fracturada en bandos, irreconciliable en sus extremos, aunque en mi país el saldo sea más inquietante: salvo Haití, la menor confianza en la democracia como sistema.

¿Tanto daño puede hacerle a un país un individuo que no reconoce haber perdido? ¿Tanto puede galvanizar a una población la actitud de un líder –o una líder– sobre la que momentáneamente se posan las esperanzas de un sector de la población?

Rotundamente, sí. 

Hace un tiempo escuché que a Alejandro Toledo no se le comparó con la actual ultraderecha peruana –ni con Trump– cuando desconoció haber perdido en la primera vuelta de 2000, pero el contexto es incomparable. En aquellas elecciones, el poder lo detentaba un régimen que controlaba todas las instituciones, incluyendo a la ONPE. El año pasado, en cambio, Castillo y sus aliados eran una pandilla de individuos que solo se juntaron para improvisar, aunque ahora lo hagan para dinamitar el Estado con su incapacidad y apetito vulgar.

Distinta habría sido la historia si, en lugar de seguir la receta del matón republicano que puso en peligro a su vicepresidente, Keiko Fujimori y su entorno hubieran aceptado la derrota y felicitado al ganador, tal como hace poco lo hizo en Colombia el adversario de Gustavo Petro, e incluso Álvaro Uribe, su más acérrimo rival ideológico. 
¿Cómo gobernar un país en el que una clase política no extiende tablones entre sus trincheras?

Más aún: ¿cómo ser una oposición efectiva si no tienes la credibilidad que otorga la sensatez, o si has demostrado que te interesa más el desquite que el bienestar colectivo?

Una pataleta es entendible. Otra cosa es convertirla en estrategia política, provocar que tenga eco en la burbuja que te rodea y luego masificarla al resto de fanatizados del país. Un ejercicio decepcionante y peligroso, tal como nos lo recuerda el informe del Congreso estadounidense que en estos días tiene en vilo a buena parte del mundo. 

3 comentarios

  1. Lucho Amaya

    Con el respeto debido considero que comparar la inmadurez genética, ya, de Keiko con la furibundez de Trump, es exageración. Una exageración que proviene, creo yo, de… el anti, que no nos quiere dejar de gobernar.
    Ahora, ambas actitudes (de Keiko, Trump…y los antis) son dañinas, si lo son y mucho, si… O sea… No he dicho nada.
    Saludos… y perdón si por allí, alguna suceptibilidad, pero es mi opinión… (¡y me retiro antes de retirar mi comentario!)

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