Evidencias estadísticas, la realidad del día a día y un atisbo de esperanza
Eduardo León Zamora es educador e investigador. Trabaja en temas vinculados a educación ciudadana, educación sexual, educación inclusiva y educación intercultural bilingue y enfoque de género. Ha publicado varias investigaciones entre las que destacan: Escuela sin ciudadan@s, sociedad sin democracia, El fenómeno ECE y sus efectos en las prácticas docentes, Un jardín en una comunidad afroperuana: El Carmen, Condiciones para el desarrollo de la identidad étnico racial, Yapatera y Docencia, interculturalidad y Educación Inicial.
La escuela ha colapsado hace rato. Y no solo la pública. Llevamos décadas enfrentando un grave problema estructural que nadie se atreve a enfrentar. Ni siquiera a reconocer. Gobierno tras gobierno las cosas van empeorando en el sector educación.
Por supuesto, hay quienes creen que estamos mejorando gradualmente, en porcentajes medibles y comprobables. Allí tenemos, por ejemplo, los progresos registrados en las evaluaciones censales estudiantiles (ECE) del Ministerio de Educación. Nadie puede negar que del 2007 al 2015 los puntajes subieron de manera significativa, estadísticamente hablando. Pero ¿cuántos estudiantes de un aula de segundo grado lograron aprender a leer el 2015? Menos del 50%. Cuando hemos tocado fondo, pasar de una situación en que solo el 15,9% de los estudiantes alcanzaba un nivel de logro satisfactorio, a un 49.5%, parece ser un gran progreso. Pero ¿lo fue?
Lo sorprendente —me imagino que, incluso, para quienes las estadísticas son la evidencia absoluta del progreso educativo— es que, a partir del 2016, los resultados de la ECE comenzaron a decaer. Para el 2019 solo el 37,6% de los estudiantes de segundo grado de primaria lograba resultados satisfactorios en Lectura.
En Matemáticas el retroceso fue aun mayor: ese mismo año retrocedimos a un 17% de resultados satisfactorios en segundo grado de primaria. ¿Se atrevería el Minedu hacer una ECE hoy? Lo dudo. ¿Se acabó ya la magia del llamado fenómeno ECE? (León, 2016[1]). Parece que sí. Después de la, en mi opinión, sobrevalorada gestión de Saavedra (2013-2016), que convirtió la ECE, erróneamente en el corazón de las políticas de aprendizaje, todo el efectismo de esa política educativa se hizo polvo.
Pero los optimistas ahora nos llevan hacia otro lugar de ensoñación: las pruebas internacionales PISA (Programa Internacional de Evaluación de Estudiantes) y las evaluaciones regionales del LLECE (Laboratorio Latinoamericano de Evaluación de la Calidad de la Educación). En las últimas evaluaciones de PISA, el país ha seguido su tendencia ascendente: “Perú sigue siendo el país de América Latina que muestra mayor crecimiento histórico en Matemáticas, Ciencia y Lectura” (PISA, 2019). Ok. Entonces creamos que estamos mejor. O digamos que estamos mejor. ¿Y qué pasa con las evaluaciones del Llece? Según la UMC (Unidad de Medicación de la Calidad del Minedu) “El Perú obtuvo resultados significativamente superiores al promedio regional en el ERCE 2019 (Estudio Regional Comparativo y Explicativo) en Lectura y Matemáticas”; “Somos uno de los tres países de la región con mayor desempeño en Matemáticas y Lectura”; “Los aprendizajes de los estudiantes peruanos en Ciencia, Matemáticas y Lectura mejoraron entre el 2013 y 2019”; “Obtuvimos el mejor desempeño en la región en Lectura para el tercer grado de primaria, y en Matemáticas para el sexto grado de primaria”. (UMC, 2019)
¿Debemos estar contentos? Claro que sí. Estamos mejor en un contexto regional en el que las políticas educativas neoliberales arrasaron durante décadas con los mejores sistemas educativos de América Latina bajo la sombrilla de reformas educativas. En otras palabras, en un contexto de deterioro regional educativo, el Perú puede asomar la cabeza. Pero eso no significa que estemos, realmente, bien. Estamos menos mal que los demás, y eso es un consuelo de tontos.
Pero si así estamos en cuanto a los aprendizajes formales ‘más importantes’ —Comunicación y Matemáticas, asociados a la dimensión cognitiva de la educación escolar y en los que se ha puesto mayor interés, recursos y esfuerzos durante décadas—, ¿cómo estaremos a nivel de las dimensiones socioemocionales, sociales, morales y ciudadanas? Dimensiones en las que, históricamente, el Minedu, las escuelas, el profesorado y la sociedad han puesto cero atención.
La realidad habla por sí misma. Las escenas violentas sobre el bullying en las escuelas que han circulado por las redes sociales y los medios masivos de información son apenas una expresión mínima de lo que está ocurriendo cotidianamente en ellas. Y una manifestación máxima del cinismo y la hipocresía con que se abordan sus problemas. A nadie le importan las escuelas. Y ante las situaciones de gravedad que experimentan, las reacciones van siempre en la misma dirección: se exige más violencia, más represión, más distanciamiento de las vidas de quienes asisten allí para aprender, y no aprenden.
Se ha repetido bastante en estos días que el bullying ya existía en las escuelas desde hace décadas, y es verdad. Pero era algo que se entendía como parte de la vida escolar. Así eran las escuelas; lugares de violencia con sus etapas de pasaje ritual. Allí los varones aprendían a ser ‘hombres’ a costa de golpe y resistencia. Y las mujeres a ser ‘señoritas decentes’ a punta de represión y buenos modales. Nadie se hacía un mundo ante ello. La escuela permitía la violencia y la represión, respondiendo a cualquier ruptura de reglas con más violencia y más represión, sin que nadie se ocupara de los derechos de los estudiantes.
En la actualidad la violencia y la represión escolares reciben mayor atención, pero no por una preocupación genuina de la sociedad o de los medios; sino porque se han convertido en un espectáculo muy atractivo. Si uno se pone a observar las reacciones de la gente común y corriente frente a las escenas de violencia escolar que se presentan en la televisión observaría que la respuesta más común es la risa. Nos reímos de las víctimas; de su llanto, de su dolor, de sus gritos de auxilio, de su sufrimiento. Nos sumamos a las burlas de las que son objeto por parte de sus agresores en esas imágenes. Expresamos nuestro asombro por lo que son capaces de hacer ciertos chicos o chicas, con un tono de admiración, y hasta de celebración. Los aplaudimos riéndonos. No se ven como eventos condenables e inadmisibles, sino como parte del show de la programación diaria de la televisión que es, simplemente, una prolongación de nuestra vida social. Una extensión de lo que sucede en una sociedad fragmentada, violenta, cruel, indiferente, permisiva y que no sabe o no quiere castigar a los culpables.
Ya se dijo hace mucho que la escuela es una institución reproductora por excelencia de la sociedad. Y una sociedad en crisis reproduce sus crisis en ella. Nuestros chicos y chicas parecen más violentos hoy porque la sociedad se ha vuelto más violenta.
Nuestros chicos y chicas invaden las redes sociales con escenas de bullying porque eso mismo hacen los medios de información (o más bien de desinformación), con más morbo y sin mayores escrúpulos. Y estos chicos y chicas ya no quieren ser solo consumidores de la violencia que produce la televisión, sino que quieren ser productores de la misma. Anhelan el protagonismo. Y compiten por mostrar escenas más violentas y más crueles. Pero no lo hacen gratuitamente. La exposición pública de su violencia y su difusión en las redes sociales se recompensa muy bien. Ganan vistos y likes. Saben que deben subir buenos productos en sus celulares. Y los vistos y los likes son estímulos excitantes para sus egos inflados de un tipo de masculinidad que tiene prestigio en nuestro medio; que tiene reconocimiento; que da poder. Una masculinidad salvaje, descontrolada y agresiva que el fin del confinamiento y la vuelta a la presencialidad han destapado como un corcho de champaña disparado a presión. Tienen que botarlo todo para sentirse ganadores. Responden a un modelo de masculinidad que, precisamente por su prestigio, ha empezado hace tiempo a convertirse en una modelo a seguir, también, por las chicas.
La violencia en la escuela no ha aparecido recién. Pero ahora tiene algunos otros componentes y resonancias. Las víctimas son las mismas: chicos y chicas que no encajan, considerados zanahorias o monses. Chicos considerados afeminados o etiquetados como tales para convertirlos en esos otros frente a los que construyen, en oposición, su masculinidad. Su necesario referente de una masculinidad vacía de sentido, pero cargada de símbolos. Víctimas son, también, aquellas chicas que no responden al patrón de belleza ideal y, ahora, tampoco al de pendeja. Se burlan y hacen escarnio de las cucufatas, de las feas, de las gordas, de las cholas, de las timoratas.
Los otros componentes son los de la ampliación del escenario en el que tiene lugar el bullying, desde el espacio microsocial de la escuela al macrosocial a través de las redes, la multiplicación de la audiencia, la conversión súbita de los agresores en figuras de interés público, la impunidad a pesar de los crispados pedidos de castigos severos, y la demanda social por ver y exhibir este tipo de espectáculos; y tiene los efectos que estamos viviendo.
Parecería paradójico que en un tiempo en el que el reconocimiento de los derechos de las personas de diferentes colectivos y la lucha contra toda forma de violencia ha dado grandes pasos en el mundo; en el Perú estos discursos no hayan cruzado el umbral de las instituciones sociales más importantes: la escuela, la familia, el Estado. En una sociedad de desiguales, donde quienes ocupan el lado desprestigiado de la escala humana por razones de género, raza, clase, discapacidad u orientación sexual, las expresiones de discriminación y violencia son pan de cada día.
Las escuelas están en colapso. No saben cómo responder porque han perdido su capacidad de educar.
“La educación debe ser integral”, se repite como un mantra. Pero las escuelas se concentran, ineficazmente, en desarrollar contenidos sin prestar atención a aquellos aprendizajes que nos convierten en seres humanos, con sensibilidad social, preocupados del cuidado de los otros, con voluntad de comunicación y encuentro, capacidad de convivir respetuosamente, empatía, sentido de pertenencia a un grupo. En otras palabras, la escuela que, como institución formativa, debería tener las mayores potencialidades para preparar para aprender a vivir en comunidad, prepara a las niñas, los niños y los adolescentes para convertirlos en ciudadanos y ciudadanas que viven de espaldas el uno del otro.
La dimensión socioemocional y la social de las personas son dos de las más importantes para la formación de los seres humanos, de las que poco o nada se ocupa la escuela. Se dejan a la deriva para ser invadidas por los prejuicios, los estereotipos, las percepciones y las creencias más destructivas que impregnan la vida social peruana. Dejamos que se convierta en tierra arrasada hasta que los efectos de su abandono nos alarman.
Ni siquiera podemos reconocer que la Educación Sexual constituye un soporte fundamental para la formación de estas dos dimensiones en la medida que ella se ocupa de las relaciones humanas, los comportamientos, los afectos, la comunicación, los deseos. También contribuye a la forja de identidades más sólidas, la construcción de autoestimas saludables, la autoprotección y al autocuidado, la resolución de conflictos y al combate de prejuicios, mitos, creencias erróneas, estereotipos y toda forma de violencia sexual y de género.
Igual sucede con las dimensiones moral y ciudadana. Las dejamos colonizar por la plaga de la religión, la primera; y por la plaga del civismo patriotero, la segunda; perdiendo así la oportunidad de formar sujetos y comunidades con sentido de responsabilidad, de cuidado, de protección por los demás, de respeto por las diferencias, de diálogo abierto. Olvidamos, también, los enormes beneficios que trae construir comunidad en las aulas y en las escuelas, que favorece el aprendizaje de la autorregulación, del autogobierno, de la autodisciplina, la construcción de proyectos comunes, la solución colectiva de los problemas, la búsqueda de entendimiento con consensos o disensos.
En esta situación de colapso queda por delante repensar la escuela. Proponer un horizonte alternativo. Desarrollarla como una comunidad. Apostar por una educación integral. Democratizarla con mayor y real participación estudiantil. Romper con sus tradiciones insanas. Abrir espacios para una nueva cultura. Enfrentar la violencia con otros enfoques y herramientas. Poner fin a los dogmatismos y malas prácticas de enseñanza. Atrevernos a partir de cero.
[1] León, E. (2016) El fenómeno ECE y sus efectos en las prácticas docentes. GRADE, Taream Asociación de Publicaciones Educativas y Enacción. Lima. Perú.
Es imperante la redefinición de la escuela y la concreción en cada uno de los escenarios de la diversa realidad o contextos en el que actúa, si un Sistema no es capaz de comprender que somos diversos y que necesitamos diversas formas de atención y de hacer las cosas desde la educación simplemente,nos iremos acercando más a la destrucción de nuestra propia vida. Necesitamos comprender que significa educación básica para enfatizar en las condiciones, en las normas de relacionamiento, en el ejercicio de derechos y ciudadanía desde que inicia nuestra vida, de desarrollar habilidades más que para desenvolse en un mundo global, enfrentar diversas situaciones con criticidad, saber orientar las iniciativas por más pequeñas que sean, pero son aspiraciones que no deben cortar…y por otro lado creo que hay refundar las universidades para formar profesionales que cuando les toque tomar decisiones tengan presente la realidad que se quiere y como se debe transformar, no se trata de aprobar cientos de lecturas de libros.sino de cómo estás contribuyen en el desarrollo social, económico,productivo, con enfoque intercultural. Felicitaciones Eduardo y al equipo de jugo de caigua.