La corrupción de funcionarios empieza con nuestra propia corrupción
Hace algunos meses compartía un café con una persona que había regresado de viaje al Perú. “Deberías escribir sobre la corrupción en el aeropuerto”, me propuso, como lo hacen varios lectores cuando se cruzan conmigo en algún lugar público.
Dado que el tema me parecía demasiado amplio y complejo, le pedí que me explicara a qué se refería. Resulta que presto a abordar un avión dirigido a un país del Caribe le solicitaron que el carnet de vacunación incluyera la vacuna de la fiebre amarilla y algunas personas de su grupo no cumplían con este requisito. Luego de alguna infructuosa charla con el personal de sanidad en el aeropuerto que no se doblegó ante los ruegos de los viajantes, “se cruzaron” en las inmediaciones de las puertas de embarque con alguien que se ofreció a “resolverles” el problema. Finalmente, todos viajaron y todos volvieron.
Esta persona me hablaba de la corrupción en el aeropuerto como un problema ajeno. Como algo sobre lo que debíamos poner un reflector, sin incluirnos en lo iluminado. La corrupción esta allá, afuera, parecía declarar, y con bastante indignación, por cierto. Recuerdo que le recordé lo que ya he compartido antes con ustedes: que en nuestro día a día, cada quien tiene más en común con nuestros representantes lavapies, robaluz y robacable de lo que creemos. La corrupción en el Perú se sostiene porque nosotros la seguimos manteniendo: nosotros buscamos avanzar en nuestra agenda, nuestro interés o nuestra necesidad. Mientras tanto, la evaluación moral que hacemos del funcionario o servidor que nos ofrece aliviar nuestro sufrimiento es la única mal calificada.
¿Dónde está la desconexión ético-moral que nos lleva a declarar la corrupción de los peruanos, y a no incluirnos en el conjunto? Dentro de los múltiples disvalores que hacen parte de nuestro guion social, al ladito de nuestra generalmente aceptada “hora peruana” porque “mucho tráfico” —que en realidad puede interpretarse como el poco respeto que tenemos por el otro— y un poco más allá de nuestro “manejo agresivo” —que también es la exaltación de un “yo paso porque puedo, y quiero, y al diablo contigo”—, está nuestra cultura de la corrupción.
Bajo la idea de “pagar por un servicio”, los peruanos estamos más que acostumbrados a ahorrar plata, tiempo o el inconveniente. Compramos un espacio en colas, pagamos por acelerar el brevete o no hacer el examen médico, por certificados de estudio que no ganamos y hasta por alguien que nos reemplace en un examen de admisión. Imagino que se alarmó por un momento y usted se dijo: yo no. Bien. ¿Alguien que usted conozca ha hecho algo de lo descrito? ¿Le acusó con la autoridad pertinente? Si la respuesta es no, lamento decirle que usted es cómplice.
Pagarle a alguien para que nos “apoye” en un trámite de naturaleza personal, ofrecer una coima al policía de tránsito, ofrecer licor a una persona menor de edad, comprar recetas médicas en blanco o pedirle a un amigo médico que nos haga un certificado médico con alguna información antojadiza; ofrecer una gaseosita, un billetito, o un kekito al vigilante porque siempre me deja pasar, también es problemático. Y ya sé: usted no. ¿Cómo he osado acusarle? Pero… ¿alguien que usted conoce sí tiene estas prácticas, y no le dijo nada? Pues, no se resienta con el mensajero: usted es parte del problema, como lo soy yo también.
La corrupción no se combate de arriba hacia abajo, de las autoridades al pueblo. La corrupción se erradica de abajo hacia arriba. Nos indigna que nuestras autoridades compren tesis, que roben luz o roben cable, o que digan que estudiaron donde no estudiaron; pero, mientras tanto, una madre peruana apaña a un hijo ladrón, un estudiante no acusa a otro de plagio, y un amigo de pichanga no le quita la llave del carro a su compañero borracho.
En fin, la hipocresía.
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Muy bueno, así como hay un corrupto hay un corruptor, desde el policía de tránsito al presidente de la República
Leerte me lleva a la repregunta, una vez más, dónde y cómo empezamos a corrompernos. Respondo, desde niños; cómo? desde los premios y castigos. Premio sus buenas notas o el portarse bien, transamos con el te doy lo que quieres y tú me das lo que quiero. Te castigo sino te portas o haces lo que quiero o pido.
Desde pequeños vamos formando cuando optamos por estrategias incuestionables dadas para facilitarnos el rol de padres y la vida; con tal inconsciencia de a quiénes estamos formando: ciudadanos corruptos y corruptores.
Buen texto, gracias por la reflexión.
Los países que han logrado controlar con éxito la corrupción lo han hecho de arriba hacia abajo, mediante desiciones derivadas desde un liderazgo. Por otro lado, corrupción es un concepto que atañe a la cosa publica y su interacción con la sociedad, no a aspectos de la esfera familiar y privada, eso constituye malos y punibles comportamientos en todo caso. Nuestras actitudes particulares en busca de combatir la corrupción son importantes, como señala, pero requeriría una sociedad ampliamente consensuada hacia tal fin, lo cual es más utópicos que real. Son las políticas publicas, los controles y el sistema judicial los elementos indispensables para el cambio, y apoyados por un real liderazgo (que ahora es inexistente) Confiar en las virtudes cívicas seria inocente.