El ridículo miedo al ridículo


Los últimos resultados en pensamiento creativo deben movilizarnos con urgencia


Me ha impactado profundamente enterarme de que en la más reciente prueba Pisa mi país ha salido con tan mala puntuación en lo referente a pensamiento creativo: 23 puntos frente a los 33 del promedio global, séptimo de los doce países evaluados en América Latina, y con más de la mitad de nuestros chicos de quince años sin haber pasado del nivel tres en una escala de seis niveles. Es precisamente con los estudiantes de esa edad con quienes más converso cuando me invitan como escritor a distintas escuelas en mi país y nunca dejo de señalarles lo importante que es el pensamiento creativo para destacar en cualquier oficio que vayan a elegir en la vida. Luego de confiarles mi creencia de que ser enfocados, empáticos y solidarios para trabajar en equipo puede ser el requisito para que les vaya bien en sus labores —es raro que nuestros pares quieran trabajar con cuchilleros hijos de la guayaba—, les reitero que solo la creatividad bien aplicada, esa que relaciona ideas hasta lograr salidas no vislumbradas, puede transformar una carrera promedio en una extraordinaria. 

Usualmente, las chicas y chicos me observan tímidos al principio, y es cuando empiezan a levantar la mano una y otra vez cuando siento que el primer requisito para andar por el camino creativo se ha cumplido: perder el temor al ridículo. No existe mayor enemigo de la creatividad que el miedo. Las soluciones creativas se componen de nociones existentes que, combinadas por primera vez, dan lugar a una nueva noción original. Una mente unió alguna vez la función absorbente del algodón con la función movilizadora del hilo y, ¡eureka!, nació el tampón higiénico. Otras mentes unieron el son, la guaracha y el jazz, y, ¡azúcar!, nació la salsa.
Si obtener soluciones creativas implica haber combinado antes experiencias disímiles, está claro que en el proceso de llegar a su conjunción no se debe descartar nada, por más descabellado que parezca: la asociación de ideas tiende puentes que llevan a destinos a veces útiles y muchas veces descartables, pero matar ese proceso por temor al ridículo es como evitar salir de casa por miedo a una calamidad: podrás vivir más seguro, por supuesto, pero lo más probable es que no conozcas la vida plena o al amor de tu vida.

¿Qué ha ocurrido en mi país para que tantos jóvenes no se arriesguen a relacionar ideas como debe ser? Estoy seguro de que profesionales con estudios más especializados llegarán a respuestas menos refutables que las mías, pero hasta entonces me arriesgaré a seguir señalando al miedo como principal sospechoso. 

Vivimos en un país cada vez más autoritario, en el que se sanciona de una u otra forma a quien no se alinea con algún tipo de sentido común. Eso, tarde o temprano, permea a todos los rincones. El clima a temer dar una respuesta incorrecta se instala desde que nuestros párvulos llegan a ese matadero de las ideas frescas que suelen ser las escuelas: los maestros suelen ser los verdugos. Y lo más probable es que en los hogares se aliente la dinámica del miedo a lo diferente, y que también se le rinda un desmedido culto a las calificaciones —aprenderte las fórmulas y los párrafos correctos para asegurar el puntaje o el diploma— en lugar de imponer el culto al proceso mismo de descubrir maravillados lo que ignorábamos. Entre tanto, quizá en un triste afán de consuelo, en nuestras calles y discursos seguimos aplaudiendo la inventiva de nuestros compatriotas para sobrevivir, confundiendo lo que es mero recurseo con creatividad.

Qué futuro distinto nos esperaría si alentáramos a nuestros chicos a que se equivoquen, si les dijéramos “no sé la respuesta, pero averigüémoslo juntos”, si les habláramos al mismo tiempo, con pasión, de cómo la tabla periódica concentra en una cartulina la vastedad del universo y cómo un sordo de Bonn nos entregó la vastedad del suyo en una sinfonía que será eterna.


¡Suscríbete a Jugo haciendo clic en el botón de abajo! Contamos contigo para no desenchufar la licuadora.


2 comentarios

  1. Juan Garcia

    Interesante su idea sr. Rodriguez, pero quiza haya un elemento adicional: el odio feroz al que sí puede crear y al que cuestiona. Y esto en lo académico, lo social, lo artístico. Si las sociedades latinoamericanas se han caracterizado por su tozuda veneración a las «jerarquías» basadas en compadrazgos y contactos de parentela, esto ha retroalimentado el firme desprecio a quien -con su pensamiento creativo- deja en evidencia la torpeza de su entorno. Esto desanima a los más jóvenes: no solamente se castiga al que da la respuesta «incorrecta», sino que se busca censurar al «preguntón» que pone en aprietos a quienes promueven la meritocracia en público… pero diariamente la sabotean en privado.
    En mi vida he visto un buen ejemplo en el esforzado y dinámico maestro rural «tachado» por sus compañeritos del sindicato por «sabelón» que deja en evidencia la flojera de sus colegas (sí pues, le interesa leer cosas nuevas y no paporretear textos de hace dos décadas) quienes luchan para que su contrato no se renueve. Otro caso es el periodista «vetado» por lanzar una pregunta reveladora de cierta práctica comercial que perjudica consumidores pero es rentable para cierta «superempresa»… una «superempresa» que mensualmente paga por «asesorías» o «coaching» a economistas que ¡sorpresa! la defienden tenazmente en la prensa y tachan de «ignorante» a quien cuestione a su cliente.
    No sorprende que a muchos peruanos la creatividad les sea molesta en la práctica, peor si la creatividad obliga a repensar creencias «eternas». Y por ello luchan -a veces sin notarlo- en suprimirla cuanto antes.

  2. Gustavo Rodríguez

    En efecto, tal me parece una consecuencia esperable tras haber instituido un clima como el que me he animado a describir: darle martillazos a los clavos que no se animan a encajar.

    Un abrazo y gracias por este complemento.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

tres × 1 =

Volver arriba