El honor no se divisa


Exigir una reforma de la Policía no es odiarla, sino buscar respetarla


En los años 80, siendo yo un adolescente, hubo un general de la Policía que vivía por mi barrio al que admiraba por su caballerosidad. Él falleció hace tiempo, pero mi aprecio por su familia se mantuvo y creció, incluso, alimentado por nuestros amables intercambios en las redes. Sin embargo, después de las marchas de noviembre de 2020 que fueron reprimidas por el breve régimen de Manuel Merino, un hijo suyo —oficial retirado de la Policía— empezó a mostrarse cada vez más disconforme con mis opiniones críticas hacia las muertes de manifestantes. Se entenderá, por lo tanto, que más recientemente, con tantos civiles fallecidos en las protestas contra Dina Boluarte y mis artículos preocupados por su represión antidemocrática, las respuestas del expolicía a mis artículos hayan sido algo más beligerantes. 

Su idea central debe sonarle familiar a muchos: sí, claro, ahora me quejo de la Policía, ¿pero a quién acudiría si mi familia o mi propiedad se vieran amenazadas por criminales?

El suyo es un retruque endeble porque, honestamente, no existe relación práctica entre su argumento y los míos. La razón de existir de una institución no debe ser puesta como escudo ante los fallos de sus integrantes: si mi abuela creyente me pidiera un sacerdote en su lecho de muerte, yo sería un estúpido si me negara a su pedido porque la Iglesia católica ha protegido pedófilos.

Entiendo, no obstante, que el hijo del general me responda ofuscado.

Pertenecer a la cúpula de una institución, haber vivido sus ritos y todos esos años de experiencias fraternales suelen aislar del sentir ajeno. Como yo no formo parte de esos círculos, tal como la mayoría del país, me identifico más con quienes ven al policía del otro lado: un servidor del Estado al que deberíamos respetar, no por la ley que lo ampara, sino por estar a la altura de la confianza depositada en él. 

¿Pero cómo le va a la Policía peruana bajo esta mirada?

En 2016, una encuesta de Ipsos informó que 2/3 de la población de Lima no confiaba en la Policía: los conceptos de “temor” y “vergüenza” aparecían mayoritariamente nombrados.

Y en junio de 2020, el INEI presentó un informe sobre las instituciones en el que se informaba que solo el 19 % de la ciudadanía peruana confiaba en esta institución.

Cuando los ciudadanos ejercemos como consumidores, estamos acostumbrados a evaluar a las empresas que nos brindan servicios o productos: como compiten por nuestra preferencia, deben tomarnos el pulso para no perderla. Puesto que la Policía ejerce el monopolio de nuestra seguridad interna y no nos concede esos canales, quizá debamos recordarle por qué es tan despreciada y hasta temida. Mi historia personal, de costeño clasemediero, ya puede dar unas pistas que, claramente, no forman parte del promedio: no tengo fisonomía de pandillero, ni he sido una mujer abusada que ha debido acudir a una comisaría. Y sin embargo, cuando recuerdo mi experiencia con la Policía a lo largo de mi vida, me visita una inmensa mayoría de episodios nada gratos: una especie de leva cuando era adolescente, decenas de peticiones de soborno cuando he conducido mi auto y, sobre todo, el escandaloso arresto de mi hermano por el solo hecho de llevar piercings y por el cual pretendieron sacarme plata. La única experiencia que atesoro con gratitud está relacionada con la bondad de un oficial que me ayudó con unos trámites cuando murió mi padre, pero, aún así, la balanza está muy inclinada, con el adicional —como ya adelanté— de que soy un ciudadano con privilegios de clase que nunca ha sido tratado con prepotencia. 

Espero que mi experiencia personal, refrendada por las encuestas mencionadas, ayude a entender a los defensores a ultranza de nuestra Policía por qué su reforma es uno de mis mayores anhelos. Querer su reforma no significa no respetarla. Al contrario: considero a la Policía tan gravitante para todos, que duele verla tan lejos de su sitial. 

Quizá el hijo de mi admirado general haya caído en el malentendido en que todos caemos cuando somos parte de un rebaño. Tal vez piense que la crítica a una institución es también una crítica personal. Nada más alejado de mis intenciones. No olvido que, antes que policías, nuestros servidores son seres humanos, productos de esta sociedad que también ha sido hostil con ellos.

En sociedades poco igualitarias, tal como ha ocurrido aquí mismo desde hace siglos, pertenecer a las armas y a la Iglesia ha sido una forma tradicional de alejarse de la pobreza y, quién sabe, ascender socialmente. Cuando imagino a los miles de jovencitos peruanos que ven en el uniforme de la Policía un medio para cumplir sus sueños, de ser respetados y de alimentar a sus familias, se me parte el alma al imaginar su ingenuidad triturada una vez que los rodillos de la corrupción los alcanzan dentro de su propia institución. Salvo excepciones explicables por la psicopatía o la sociopatía, imagino que todo policía coimero de hoy alguna vez quiso brillar y ser respetado, como le ocurrió a aquel general de mi vecindario.

Tal es el trasfondo de mi exigencia ciudadana de esa reforma.

Recuerdo que en mi juventud, cualquier chico se sabía de memoria el lema de la Policía, más exactamente el de la Guardia Civil: “El honor es su divisa”. 
¿No es sintomático que hoy ya ningún muchacho se lo sepa?


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4 comentarios

  1. Lucía Ruiz

    Gracias. Yo he sido vecina x décadas (y mi mamá lo sigue siendo) de familias de la policía (hoy PNP, en esa época PIP o GC) y tengo un cariño especial por ellos y la institución que representan. Por año y medio he trabajado incluso más cercanamente con profesionales de la policía que respeto y admiro. No implica que no haya tenido experiencias directas de intento de corrupción e indirectas de corrupción (si te contara, nadie le recomendaría a sus conocidos ingresar a la PNP).
    Coincido que una reforma de la PNP la repondrá en el sitial que merecen quienes defienden al prójimo y el orden interno, alejandolos de las irregularidades, excesos y abusos de los que somos testigos.

    • Gustavo Rodríguez

      Gracias, Lucía, por compartir tu experiencia.

  2. Mariano Calderon

    Es impresionante que gente supuestamente hábil o preparada, defienda soterradamente la violencia salvaje de los «manifestantes», a pesar de la inmensa documentación audiovisual que circula hasta por el celular. La protesta violenta es delito y la policía debe poner orden y usar la fuerza necesaria para que la barbarie no se imponga, esto al margen de la corrupción o no que pudiera existir o su «popularidad» en las encuestas, que dicho sea de paso debe haberse elevado en estos días.

    No ha habido represión antidemocrática. Antidemocrática es la violencia política del grupo minúsculo de comunistas radicales, en cuya organización intervienen terroristas, para imponer su voluntad y violar la constitución. Lo antidemocrático es atacar aeropuertos, aislar ciudades, imponer el terror, apedrear personas, tomar universidades, obligar y/o pagar por protestar, delitos todos sobre los que el autor y sus allegados minimizan y/o omiten, cuando se trata de atacar a la policía o al gobierno. La policía actúa en defensa del estado de derecho y en protección de las personas y bienes; por tanto, la represión es constitucional y democrática.

    Después de 3 meses por acá siguen con el cuento de «el pueblo» «las encuestas» «la mayoría», (cuando lo cierto y evidente es que la inmensa mayoría de peruanos ha rechazado las protestas, elecciones inmediatas y la asamblea), en complicidad necia e irracional con la turba y la violencia.

    • Gustavo Rodríguez

      La pregunta es simple, más allá de la conflictividad de los últimos meses:
      ¿Es necesaria o no la reforma de la Policía?

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